El pavoroso incendio de la catedral de Nôtre Dame de Paris, joya del arte gótico, icono del romanticismo, templo mayor del catolicismo y corazón de L´île de France, nos ha conmovido a todos los europeos, católicos y protestantes, increyentes y creyentes, y pone de manifiesto lo imbricadas que están nuestras raíces culturales y simbólicas, sagradas y profanas, y me suscita curiosidad sobre el papel social de nuestras tradiciones religiosas en medio de nuestras sociedades secularizadas.
El gran historiador de las religiones Mircea Eliade, examinó en su libro del mismo nombre —Lo sagrado y lo profano— la actualidad de lo religioso en el mundo de hoy remontándose a la existencia sacralizada del hombre primitivo y tradicional, preguntándose en qué medida una existencia radicalmente secularizada, sin Dios ni dioses, puede borrar el sentido de lo sagrado en el ser humano o bien constituir el punto de partida de un nuevo tipo de «religión». El filósofo Ernest Cassirer, consideró en su obra Filosofía de las formas simbólicas, que las diversas formas simbólicas culturales son variaciones de la misma conciencia simbólica, de la capacidad que tiene el hombre de construir símbolos:“[…], el hombre no sólo vive en una realidad más amplia [que otros animales] sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad y parte de ese universo es el lenguaje, el mito, el arte y la religión".”
Sea lo que fuere, la imagen de Nuestra Señora de París en llamas y los sentimientos de dolor y pérdida que a tantos nos han provocado me han traído a la mente lo que sucede con nuestra Semana Sagrada y Profana, tiempo civil de vacaciones de primavera y tiempo litúrgico de remembranza de la pasión y muerte de Jesucristo, que tiene en muchos rincones de España un arraigo especial.
La que mejor conozco es la Semana Santa de Sevilla.
La Semana Santa no es una experiencia fácil de explicar con nuestros esquemas habituales, urbanitas y laicos. Ya los nombres mismos de los Pasos que contemplamos nos dan una idea del salto metafísico que representa el fenómeno de las procesiones en Sevilla: La Quinta Angustia, la Pasión, el Silencio, la Sentencia, la Virgen del Valle, la Esperanza de Triana, las Tres caídas…
Solo podemos entender el fenómeno de la Semana Santa si aceptamos que no es una experiencia exclusivamente confesional ni se puede reducir a un pasatiempo folclórico, tiene muchas lecturas y que en su teatralidad barroca y devocional se combinan y mezclan poderosas emociones.
Hay una primera emoción espontánea y popular de enamoramiento colectivo de los sevillanos para con su ciudad y sus barrios que se celebran mutuamente en sus vírgenes y en sus cristos.
Hay también, por supuesto, un fervor religioso y confesional, propio del catolicismo —y de todo el cristianismo— que exalta los misterios salvíficos de la Pasión y Muerte de Cristo, y de María como colaboradora de esa salvación. Pero estas dos emociones estarían reservadas sólo a los cristianos y a los sevillanos, y sin embargo sucede que la capacidad de conmover de la Semana Santa no se limita a ese espectro. Cualquiera que alguna vez haya sentido la fuerza y la belleza narrativa de la pasión de Cristo, el conflicto cósmico que se representa en su crucifixión, la colisión entre la grandeza política y jurídica de Roma, de un lado, de otro el anhelo mesiánico del pueblo judío, alimentado durante siglos por profetas y levitas, y la irrupción de un Cristo doliente, solidario de una Humanidad también doliente, puede, si lo desea, dejarse conmover por esa representación, que nos permite ver al nazareno cargar su cruz por las calles de Sevilla.
Pero cabe también una lectura de todo aquello en una clave que, sin negar lo anterior, lo trasciende; hay un sentido pagano que no puede ser ignorado: los "cristos" y las "virgenes" adquieren vida propia como condensaciones emocionales y anhelos personificados. No son ya una representación del único Cristo y de la única Virgen, sino que cada uno de ellos se independiza y adquiere vida propia representando así un aspecto de la condición humana: la dignidad del justo perseguido, la fuerza de la bondad en medio del padecimiento, la amistad traicionada, el amor de la madre por su hijo, ... desde este punto de vista toda la Semana Santa es una exaltación del corazón humano y de sus propias pasiones.
Con este juego de "llaves" interpretativas y con una disposición favorable no es difícil que, creyente o incrédulo, católico o protestante, vasco o sevillano, se puede vivir en la Semana Santa de muchas de nuestras ciudades un puñado de emociones inolvidables. Mi paso favorito es precisamente el Cristo de las Tres Caídas en el que se confrontan dramáticamente el centurión romano, con su casco emplumado, su coraza y su espada, símbolo del Poder y la Gloria de Roma y el Cristo con la cruz a cuestas, escándalo para los judíos, Mesías que abre a la gentilidad y que se proclama Logos encarnado para toda la Humanidad. Hay por lo tanto en la celebración procesional de la Pasión de Cristo, como la hay en el gótico de Nuestra Señora de París y en todo el arte sacro digno de ese nombre, una experiencia intelectual, ética y estética que la convierte en patrimonio de la Humanidad. ▪ Javier Otaola. Escritor y abogado.
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