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Foto del escritorDiccionario subjetivo

Luis Algorri, subjetivamente.



Luis Algorri

Luis F. Pérez Algorri (León, 8 de mayo de 1958) es un escritor y periodista español. Se licenció en Historia e Historia del Arte en la Universidad de Oviedo. Hizo el Master de Periodismo en la Universidad Autónoma de Madrid/El País en 1988. Luis Algorri, que es como firma sus artículos, ha trabajado en diversos medios, como El Independiente, Tiempo de hoy, El Confidencial, Diario16, ZoomNews, El País… actualmente colabora en VozPópuli y en 20Minutos. Fue miembro del Gran Consejo Simbólico de la Gran Logia Simbólica Española entre 2015 y 2017, y hoy forma parte de su equipo de comunicación.


Conozco a Luis Algorri desde…, ya ni me acuerdo, y siempre tiene cosas interesantes que decir; vale la pena hacerle preguntas porque no tiene miedo a dar sus respuestas.



1.- Un viejo adagio gremial dice que “lo que hacemos nos hace”: ¿qué cosas has hecho y has deshecho a lo largo de tu vida que han terminado perfilando lo que eres?



Eso es muy difícil de decir porque mi vida ha sido larga. Pero no sería demasiado errado definirla como una interminable serie de tumbos sin un plan establecido. Uno de mis peores defectos ha sido siempre la confianza en el entorno, en “las instituciones”, en que todo, al final, iría bien; que en el caos había un orden subyacente y que este era, por así decir, favorable a mí. Qué idiota he sido. Y qué vago, porque esa confianza en la corriente me invitaba a no remar yo todo lo que indispensablemente debía para conducir mi propia vida…



Durante décadas me he movido por impulsos, por intuiciones, por apasionamientos repentinos. El deslumbramiento por las clases de una profesora de instituto me empujó a estudiar Historia y luego Historia del Arte, terrible error que he pagado muy caro porque yo estaba intelectualmente predispuesto hacia el Derecho, que es lo que estudian las personas decentes y sensatas, las que piensan en el drama de la vejez. Pero yo no he sido nunca sensato; decente, pues alguna vez. Luego abandoné el estudio de la Historia y, por una oportunidad entonces muy ilusionante, me hice periodista, oficio que ahora sé que nunca me gustó y que cada vez me gusta menos, porque se ha deteriorado en estos últimos años de una manera espantosa. Siempre empiezo cosas que no termino, como me sucedió con la Música… El niño frágil que sigue viviendo en mí se acostumbró muy pronto a deslumbrar a los demás con hechos concretos y siempre breves, con escritos, con músicas, luego con artículos, algún libro… Pero eso me bastaba: el aplauso inmediato, el reconocimiento de la brillantez, el cariño que brotaba de pronto y que me hacía dichoso. Nada tenía continuidad, en nada perseveraba. No he sido constante, al menos hasta hace trece años. Mi vida ha dado bandazos brutales por culpa del amor, asunto en el que he tenido una suerte horrible: siempre creí en el amor perdurable, incluso en el matrimonio para toda la vida, porque eso fue lo que vi en mi casa. Pero no lo conseguí. Me han atizado más palos que a un mulo de carga y los momentos de felicidad, o al menos de confortable sosiego y compañía, han sido escasos… Y al final, después de tanto trajín, se va a cumplir la peor de mis pesadillas, que siempre fue morir solo.


Pero algunas veces sí tuve suerte. Una, cuando me engañaron para cantar en un coro, que fue algo que me cambió la vida. Y otra, la mejor, cuando mi amigo Miguel Veyrat me engolosinó con la Masonería, que me la volvió a cambiar. Me ilusioné mucho: siempre he tenido debilidad por las causas románticas, antiguas, librescas y, en la mayor parte de los casos, perdidas. Me costó muchísimo tiempo y muchísimo esfuerzo, pero conseguí que me dejasen entrar. Ahí encontré durante años lo que, sin saberlo, buscaba: un camino áspero, largo y difícil, que te obliga a conocerte y a no ser taimado ni mentiroso en las respuestas que das cuanto te interrogas sobre quién y cómo eres. Mi opinión sobre mí mismo no es buena, como ves: eso se lo debo al segundo Grado… Quizá por eso, en la Masonería se me quitó lo poco o mucho (seguramente era mucho) que me quedaba de vanidad. Aprendí a distinguir la amistad de la fraternidad, cosa difícil. Me quité de encima el peor de mis defectos, del que te hablaba antes y que ahora, al final, ha regresado a caballo de la depresión: la inconstancia, el hacer algo breve y muy brillante para obtener el aplauso efímero, pero después no proseguir ese camino, que es lo que me ha pasado con la escritura. En la Masonería me entrené, con inaudito dolor, en soportar las pérdidas personales, algo que llegué a creer que ya sabía hacer. Me volví disciplinado (al menos algo más disciplinado), trabajador y completamente alérgico a alabanzas e incluso a gratitudes: me ponen enfermo, aunque la gratitud sincera sé que, en el fondo, la necesito. Durante mucho tiempo desarrollé una empatía muy hermosa que ya he perdido casi del todo. Comprendí que, como se ríe algunas veces mi padre cuando dice esto, “santos, lo que se dice santos, vamos quedando cada vez menos”…


Pero debo decir —con penas y alegrías—, porque es la verdad, que en definitiva he sido muy feliz en la Masonería. Muchísimo. Tú sabes mejor que nadie que no puede darse lo uno sin lo otro, la dicha sin el dolor. Es el damero, el blanco y el negro. El autoesclarecimiento que implica el método ha sido, para mí, un desastre, porque lo que he descubierto debajo de tanta mentira y de tanta autojustificación no me gusta nada… Pero me he acostumbrado a aprender, a ayudar, a trabajar mucho, a escuchar, a ponerme en los zapatos del otro, a tener más paciencia que la que he tenido jamás… No sé si me habré convertido en una buena persona, pero sí, es verdad lo que dices: lo que haces, te hace. Así que la causa perdida no era la Masonería. La causa perdida soy yo.



2.- ¿Cómo has vivido el aciago y enorme acontecimiento de la pandemia de Coronavirus? ¿Qué papel crees que han jugado los Medios de Comunicación y la prensa en particular en su gestión y comprensión? ¿Qué crees que va a cambiar social y políticamente después de este trauma colectivo?



Esto es difícil de decir porque, como bien sabes, Platón dejó dicho que una cosa son nuestras percepciones y otra es la realidad. Yo creo que lo he llevado bien, y lo sigo llevando bien, aguanto con serenidad las idas y venidas del virus, sus embates y sus reflujos. Para mí no es un esfuerzo insoportable no salir de casa. Hace años que salgo ya muy poco, “sobre todo por la noche”, como decía Savater. Y me he acostumbrado razonablemente bien a prescindir de la libertad de llamar a los amigos, o a los hermanos, para vernos un rato y cenar por ahí; en Zerain, si puede ser. Pero sí tengo la clara conciencia de estar viviendo un momento sin duda histórico, algo semejante (aunque mucho más breve, menos mal) a lo que la generación de mis padres vivió con la guerra civil y con la posguerra. Algo que nos ha brindado a todos la oportunidad de cambiar el mundo…


Pero soy pesimista. Creo que eso no sucederá. El sufrimiento que hemos padecido y estamos padeciendo todos, como individuos y como sociedad, es muy intenso, pero no va a ser lo suficientemente largo como para que aprendamos las lecciones más importantes de este episodio. Esto lo aprendí de Kiko: en 1945, cuando acabó la segunda guerra mundial, nadie quería volver a la realidad de 1939. Nadie. Todo el mundo quería otra cosa: un mundo nuevo, una sociedad pacífica y solidaria, justa y perfecta… En poquísimos años nació la ONU, se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cobró un impulso extraordinario la construcción de Europa, tres ideas prodigiosas… Pero es que la devastación, la guerra que provocó la mayor indignidad de la historia humana, como dice Santi Castellà, ¡duró seis años! Si hubiese durado uno, o dos, la gente habría hecho lo que está haciendo ahora: planes para las vacaciones, para el después. Buscar cómo recuperar lo perdido, todo lo perdido, lo que había antes, tal y como estaba.


Fíjate en nuestros políticos. Dos meses después de que comenzase el confinamiento, ya habían vuelto a las andadas. Al menos la inmensa mayoría. Y no han dejado de hacerlo. Vuelven a insultarse, a mentirnos, a manipular nuestra opinión, a vocear, a azuzarnos a unos contra otros, pensando todos en cómo sacar tajada electoral de este desastre. No han aprendido nada. Los estadistas, los grandes hombres, se forjan muchas veces en las tragedias: Churchill, De Gaulle, Schumann, Adenauer, De Gasperi, todos aquellos. Pero nuestros políticos de ahora, repito que con excepciones, son los mismos que había antes de la pandemia y se comportan igual que antes, porque nosotros también somos los mismos y queremos que vuelva lo que había antes. Esto del Covid-19 está siendo demasiado breve y, para muchos, demasiado suave como para que nuestra sociedad aprenda ninguna lección, cambie de rumbo, levante nuevos sueños de nuevos horizontes.



Nuestros medios de comunicación se están comportando, por lo mismo, igual que antes: desde la victoria electoral de Zapatero en 2004, en España tenemos casi nada más que “prensa de trinchera”. Están los nuestros, que somos los buenos, y los enemigos, que ya no adversarios; o estás conmigo o estás contra mí. Muchos hijos de perra se han dado cuenta de que venden más periódicos, u obtienen más visitas a su página, encabronando a la gente que ayudándola, mintiendo que diciendo la verdad, chillando que reflexionando. Y no dudan en hacerlo. También durante esta terrible crisis. Hace ya más de década y media que nos informamos todos, muy mayoritariamente, por internet, y eso es terrible: Facebook, YouTube y sobre todo Twitter han convertido a cientos de miles de tuercebotas –tú dirías belorcios– en “periodistas” de pacotilla, y esa gente no duda en calumniar, en escupir y sobre todo en mentir, en engañar deliberadamente a la gente, para conseguir más popularidad o más seguidores; algo que, como también dice mi padre, “les llena el culo de satisfacción”, porque otra cosa no tienen. Lo espantoso es la cantidad de gente que se cree todo lo que ve escrito en “letras de molde”, que se decía antes.



¿Qué va a cambiar después del virus? Soy pesimista, lo siento. Al menos en nuestro país, la inmensa mayoría de los ciudadanos nos hemos comportado como personas ejemplares durante unas cuantas semanas; pero pronto volvimos a la rabia, que parece nuestro estado natural; diríase que lo estamos deseando. La estructura socioeconómica de nuestro país (o la del mundo) no va a alterarse en absoluto: está bien amarrado eso. La política, por lo tanto, tampoco. Lo que sí puede que ocurra es que tendremos mucho más miedo unos de otros. Y ese es el caldo de cultivo ideal para la proliferación de fanáticos, salvapatrias y todo género de sinvergüenzas. Es posible que, dentro de unos meses, la buena gente, que es muchísima, llegue a añorar el tiempo en que estábamos encerrados y salíamos todos los días a las ocho de la tarde a la ventana para aplaudir, para saludarnos, para sentirnos buenos, para compartir un poco de afecto.



3.- El hecho de que la pandemia haya sido como su propio nombre indica global nos ha obligado a leer prensa digital internacional, (New York Times, The Guardian) para tener conocimiento de primera mano de lo que sucedía, y hemos descubierto la potencia de fuego de los grandes medios de comunicación USA y UK ¿Qué juicio comparativo tienes de la calidad de nuestros medios de información y comunicación? ¿Quiénes son —si los hay— nuestros grandes opinadores? ¿Cómo podemos defendernos de los trols ? ¿De donde salen tantos bulos y patrañas?



La potencia de fuego, como muy bien dices, de los medios de comunicación más poderosos es enorme. Y no lo es por la calidad de su información sino por la capacidad difusora de su opinión. Siempre ha habido manipulación de las personas desde los medios. Sí, pero nunca como ahora; porque la tecnología ha logrado casi personalizar los mensajes que se emiten, escoger a un público al que se conoce perfectamente, diseñar con toda precisión mensajes que se tiene casi la certeza de que serán inmediatamente deglutidos por aquellos a quienes te diriges. Son técnicas que proceden de la publicidad pero que ahora, con los nuevos medios tecnológicos en el procesamiento de datos y en el control casi absoluto sobre nuestros gustos, aficiones, querencias y también malquerencias, se ha vuelto irresistible. Y eso es la perversión de la democracia tal y como la hemos conocido.






La acción política de personajes como Trump, que parece sacado de una historieta de Mortadelo y Filemón, que es como Jesús Gil pero con un poco más de pelo y menos panza, es toda una lección. Este sujeto jamás habría sido presidente de Estados Unidos sin la influencia maligna de un tipo como Roy Cohn o sin la perversa inteligencia de un neofascista como Roger Ailes, el factótum de Fox News, que lo elevó desde la nada hasta las más altas cotas de la indignidad, que es donde ha estado hasta que lo echaron. Y lo hizo manipulando impecablemente (Ailes era un miserable pero también un genio) la opinión de millones de norteamericanos… que él sabía muy bien Algunos de nuestros medios de comunicación actúan exactamente igual; lo que pasa es que tienen, al menos por ahora, menos poder o menos presencia en la sociedad. Pero la manipulación de la opinión pública de TV3, por ejemplo, se estudiará en las facultades de periodismo dentro de veinte años, junto a Fox News, Russia Today, el Pravda y otros medios parecidos.


En España, hoy en día, es casi imposible mantener un medio de comunicación que no sea partidista, que no esté en una trinchera política. La información pura y la opinión plural no venden. El insulto y la falacia, sí.

En España y en nuestro tiempo reciente, todo esto empezó (mejor sería decir que reventó, porque ha existido siempre), tú lo recordarás bien, con Jiménez Losantos, inmediatamente después de la victoria socialista en 2004. Aquel tipo iba directamente a encabronar a los oyentes, día tras día, día tras día. Y descubrimos que a mucha gente le producía una especie de vértigo erótico ser encabronados, decir o repetir atrocidades, manifestar una burricie moral que creíamos extinguida, ser “políticamente incorrectos”; es decir, comportarse como bestias. Muchísima gente que ya era muy bruta (o brutal) de mente y de actitudes no dejó de serlo, sino que perdió el miedo a que los demás lo notasen, a demostrarlo. Es más, presumían de ello. Ese fenómeno está en la génesis misma de nuestra actual extrema derecha, cuyos carneros presumen de hacer lo que, hasta hace poco, la gran mayoría de la sociedad denostaba.




Muchos imitaron inmediatamente al tal Jiménez, porque el negocio era seguro. No me resisto a contarte una anécdota muy triste que me pasó a mí. Cuando me fui a Diario16 como director de Opinión, hace ya más de veinte años, mi trabajo consistía, sobre todo, en hacer los editoriales del periódico y en “fichar” a los articulistas. La idea original era hacer un periódico plural, moderado, constitucional y hasta juvenil. Bien, pues yo fiché a un señor que se apellida Vidal. Ya sabes quién es. Era un tipo muy voluminoso, muy culto, de ideas y actitudes absolutamente aceptables para la línea del diario, y además escribía muy bien. Pero un día le llamaron de la extrema derecha (Losantos) y le ofrecieron irse allí. No sé cuánto le pagarían, pero debió de ser bastante porque aquel gordito sabio y razonable que odiaba los ascensores hizo girar 180 grados todas sus baterías y se lió a cañonazos con lo que antes defendía. Se convirtió, en muy poco tiempo, en uno de los baluartes escribientes del fascismo más cerril. Empezó a mentir con una sangre fría que yo he visto muy pocas veces en mi vida. Y no es el único caso, Javier. Muchos compañeros de oficio han hecho lo mismo. Y eso se llama dinero, no tiene otro nombre. Porque nadie nace siendo un neonazi. Ningún niño recién nacido es malo, ni mentiroso, ni traidor a nada. Ningún niño nace siendo Losantos, ni Eduardo Inda, ni Paquito Marhuenda... Eso se aprende. El odio se aprende, se ejercita y es fácil de aprender, porque en nuestra sociedad, éticamente declinante, el odio es muy lucrativo. Por lo mismo, ser una persona decente se aprende también. Pero es más difícil. Y más solitario. Los masones lo sabemos mejor que nadie.



¿Los trols? Bueno, hombre, de eso si sé un poco. Yo tengo alguno que me persigue sin desmayo desde hace casi veinte años. Me insulta al pie de cada artículo con verdadero denuedo. Diga lo que diga, eso le da igual. Me odia a mí, personalmente. Julio Casanova se llama, farmacéutico, de un pueblo de Cuenca. Es un desequilibrado, de eso no cabe duda; lo que se llama un hater, (odiador) un insultador profesional. Él y otros dos o tres han tomado al asalto la sección de comentarios al pie de mis artículos (pero el mío es un caso entre miles) y la han convertido en un auténtico estercolero.



¿Cómo se acaba con los trols? Sobre todo ¿cómo se acaba con los trols organizados, con la hueste de neofascistas que invade la inmensa mayoría de los medios de comunicación de este país (y de Italia, y de Francia, y de…) pilotados por Vox y por los partidos de extrema derecha de cada país? Pues yo creo que la solución es bien sencilla pero muy difícil de tomar: eliminar la sección de comentarios de los lectores en los periódicos digitales. Es decir, no eliminarla: cambiarla por aquel invento tan viejo como magnífico que se llamaba “Cartas al Director”. Cada cual puede escribir lo que quiera, cómo no, pero debe identificarse con su nombre y apellidos, su DNI, su dirección y su teléfono. Y entiende que esas cartas, esos mensajes de los que se debe responsabilizar plenamente y a todos los efectos (el primero, el penal), serán estudiados por moderadores, y se publicarán (o no) según el criterio de esos moderadores, que trabajan en la sección de Opinión del periódico. Y punto. Yo trabajé varios años en esa sección en dos periódicos distintos, y sé cómo funciona. Eso acabaría con los nicks, con el anonimato, que es una invitación formal a la delincuencia verbal. ¿Por qué no se hace? Pues porque la sección de comentarios atrae lectores… o, mejor dicho, aumenta el número de visitas a la página, que es, ahora mismo, el becerro de oro, la clave de la supervivencia de un medio, lo primero que miran los anunciantes.



4.- El confinamiento ha dado un nuevo y decisivo papel a las Redes y a los medios digitales ¿Crees que será duradero? ¿Qué papel están jugando las Redes sociales en la “conversación pública”?



Pues un papel a la vez maravilloso y terrible. Las redes sociales se han convertido durante este periodo en la manera más inmediata y eficaz de mantenernos “conectados” y, en muchos casos, unidos unos a otros. Hasta marzo del año pasado, yo apenas sabía manejar un programa que tiene 18 años de viejo, como es Skype. Nunca lo había necesitado, así que no sabía. Ahora salgo, más o menos, a tres reuniones cada dos días. Y soy un hacha con el Skype, con el Zoom, con el Meeting y con sus respectivas y repajoleras madres. Vamos, lo que me echen. He participado en conferencias semanales, que han reunido cada jueves a una media de 150 personas de toda España e incluso de otros países. ¡Doscientas treinta personas conectadas a la vez! ¿Tú te das cuenta de lo que eso quiere decir? Ahora veo a mi familia de sangre como diez veces más que antes, cuando yo tenía que viajar a León para verles. Ahora nos encontramos online y nos sentimos juntos cada vez que nos da la gana. Está claro que eso no desaparecerá después de la epidemia. Al contrario: lo seguiremos haciendo, y cada vez más.

Pero lo espantoso es que las redes sociales se están convirtiendo en un serpentario de mentiras, bulos, prepotencia, irreflexión y, desde luego, violencia verbal. Ya lo eran antes, pero es que ahora se nota muchísimo más. Hace años que no manejo Twitter, porque lo que empezó como un juego de ingenio y brevedad se ha convertido, y yo creo que irreversiblemente, en una cloaca de extremismos, de ignorancia y de zafiedad. Pero si era el medio favorito de Trump… Con eso está todo dicho… Yo me he quedado en Facebook, que no es tan asqueroso; quizá porque se puede escribir más largo. Y en WhatsApp, que se ha vuelto un medio de comunicación casi indispensable, como el mismo teléfono móvil, que yo creo que es el objeto material que hoy sustituye a lo que cuando éramos niños se llamaba alma. “Qué te importa ganar todo el mundo si pierdes tu alma”, decía Ignacio de Loyola. Bien, pues ahora tú pierde el móvil y te vas a enterar de lo que son las penas del infierno… ¡Prácticamente dejas de existir!

Pero sí, es verdad. Las redes sociales, durante esta epidemia, han representado las dos caras de nuestra sociedad cotidiana, lo mejor y lo peor. Ahora bien: sabemos que Facebook no te permite estar en contacto con todos tus “amigos”. Solo deja a tu alcance a los más cercanos, los más afines, los que mejor te caen, porque Facebook y sus algoritmos saben quién eres, cómo eres, qué te gusta, qué has comprado por internet, dónde has estado y con quién… Y no son los únicos que lo saben. Hay más gigantes que actúan igual. Esa es la base de la manipulación de masas contemporánea, ese es el fundamento tecnológico de Roger Ailes, de Trump, de Putin, de Salvini, de los trols de Abascal y del secesionismo catalán, por poner sólo unos pocos ejemplos. Pero a lo que voy: Facebook introduce en tu “conversación pública” (porque no hay una sola conversación pública en redes sociales, creo yo; hay decenas de miles, y estoy convencido de que muy pocas se parecen entre sí) a unos cuantos de tus centenares o miles de “amigos”. No sé si eso será bueno, pero desde luego es balsámico.


Las personas civilizadas acabamos rodeadas de gente también civilizada, y las malas bestias supongo que se rodearán de otras malas bestias. Yo discuto bastante por Facebook, porque no toda la gente civilizada a la que veo ahí está de acuerdo conmigo ni yo con ellos, ¡solo faltaba eso! Pero discuto civilizadamente, caramba. Y eso se debe a la prodigiosa, bondadosa, beatífica herramienta del bloqueo. ¿Por qué mis trols y mis haters jamás se meten en mi perfil de Facebook? Porque saben que durarían cinco minutos. Yo tengo ahí unos 3.000 “amigos” y una lista de bloqueados que pasa de los dos centenares. Me tomo la libertad, para mí indispensable, de tratar de rodearme de gente inteligente. Para sufrir en esta vida ya tenemos a monseñor Reig Pla, el obispo de Alcalá de Henares, al que tengo por la imagen completa y pública de la cerrilidad, la amargura y el odio. Un grandísimo belorcio, que dirías tú. Pues no, conmigo no lo quiero, ni a él ni a sus monagos. En mi perfil, no.



5.- ¿No te parece que la Televisión es un medio de comunicación completamente degradado y que ha perdido todo interés frente a otros medios como la Radio, los Digitales, ¿o INTERNET?



Ahora sí que hablas con un ignorante. Yo veo muy poca televisión, Javier. Mejor dicho: veo bastante, pero siempre lo mismo. Mi última pareja, Guille, que era un fanático del fútbol, me convenció –yo entonces tenía dinero– para contratar no sé qué chiriflautada en la que tienes a tu disposición no sé cuántos cientos de canales: una oferta de esas para las que nos llaman por teléfono cada pocos días y no sabemos cómo sacárnoslos de encima. Como suele pasar en la vida, o al menos pasa mucho en la mía, Guille ya no está, pero sus efectos permanecen: ahí siguen decenas de canales de fútbol que me cuestan un dinero que ya no puedo pagar y de los que no sé desprenderme, porque a mí los bancos y los agentes comerciales de lo que sea me marean con una facilidad pasmosa.

Pero veo una televisión muy concreta: la televisión pública para enterarme –más o menos– de lo que sucede, y luego directamente me largo a los canales de National Geographic (el de animalitos del bosque y el otro), a veces el canal Historia y más frecuentemente el canal Odisea. Y el cine. Hasta ahí llego. No veo jamás Telecinco, pero jamás, por un principio moral irrenunciable: creo que Berlusconi es el principal responsable del auge de la extrema derecha en Europa, después de varias décadas de minuciosa y concienzuda estupidización de la gente que ve sus canales, tanto en Italia como aquí. Y Telecinco es ahora mismo la cadena de mayor audiencia en España.

La Sexta me aturde y me enfada con su amarillismo, su connivencia mal disimulada con el secesionismo catalán y sobre todo con su sobreactuación: ese señor Ferreras, que no es Dios aunque él crea que sí, no creó el cielo y la tierra, pero creó de la nada a Pablo Iglesias y de una de sus costillas sacó a Monedero; el Señor, que es misericordioso, se lo sabrá perdonar. Y las demás cadenas generalistas, pues lo mismo: están llenas de tertulianos voceones que no saben de nada pero chillan de todo, y luego de concursos que a mí me deprimen profundamente, porque me parece un insulto que a un señor le den tres mil euros por saber qué río pasa por Zaragoza. Veo también la BBC, la CNN, la RAI y alguna cadena francesa, para estar al tanto de otras visiones de la realidad que llegamos a compartir. Y cuando veo que me baja la adrenalina o que estoy de un buen humor quizá excesivo, pongo un rato TV3 y ya me cabreo, recupero el escepticismo sobre mi oficio y me meto en la cama para tener pesadillas con Goebbels.



Pero sé lo que pasa. No estoy de acuerdo con lo que dices: la televisión llega al 84,5% de los españoles, que se siguen “informando”, muy mayoritariamente, a través de ese aparato. Y la digitalización de la tele, que ha hecho nacer la “televisión a la carta”, ha multiplicado su difusión casi tanto como sus contenidos. La televisión no tiene en internet un enemigo sino un aliado. Mientras los periódicos de papel están desapareciendo uno tras otro y sus ingresos por los soportes digitales no se acercan ni de lejos al umbral mínimo de la supervivencia de las redacciones, la gente ve tráilers de series en YouTube y luego las busca en Movistar o en HBO o en Netflix. Que es lo que hago yo, por cierto.



De la radio, eso sí te lo digo, no sé absolutamente nada. Creo que Radio Clásica sigue existiendo. Tengo un par de amigos que trabajan, o trabajaban, allí. Pero yo no la oigo jamás. Y no sabría decirte por qué. No tengo una explicación para eso. Simplemente es algo que me sucede. No tengo nada contra ella, pero nunca me interesó la radio.



6.-Hablame de tu condición de melómano y de tus gustos musicales ya que has ejercido como periodista la crítica de música clásica. ¿Qué es la música para ti? Te revelo mis grandes pasiones musicales: Johan Sebastian Bach, Haendel, Pergolesi, Vivaldi, Mozart, Purcell, Ludwig van Beethoven… ¿Y las tuyas?






La música es una de las cosas más importantes de mi vida. Desde niño. En casa de mis padres se escuchaba mucha música. Todavía me recuerdo de chiquillo –cuatro, cinco años tendría– acurrucado en un rincón de la salita, en los días previos a la navidad, viendo cómo mi padre hacía equilibrios sobre una escalera para colgar en el techo una enorme estrella hecha de lucecitas y espumillón. En el tocadiscos portátil (¿portátil? Pesaba más que yo) sonaba la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák, en un disco que recuerdo como si lo estuviera viendo: la Filarmónica de Berlín dirigida por Ferenc Fricsay, que vaya cara de vinagre que tenía el tío en la foto en blanco y negro que le pusieron los de la Deutsche Grammophon. Yo estaba fascinado con la estrella del techo, pero sobre todo con la música. Me hacía soñar, me llevaba a otros sitios que solo yo conocía. ¿Sabes qué? Aquel disco tenía un rayón que cruzaba toda la cara A. cada vez que el vinilo daba una vuelta, sonaba un poc. Tantas veces oí aquella música milagrosa que hoy es el día en que, cada vez que escucho los dos primeros movimientos de esa sinfonía, sin darme cuenta voy marcando con el dedo los sitios exactos en que sonaba aquel rayón: poc… poc… poc…


Mi familia era numerosa (cinco hermanos, papá, mamá, la abuela y el perro) pero los domingos se integraba en una auténtica manifestación, porque los amigos de juventud de mis padres se habían casado y habían tenido cantidades ingentes de niños, algo que entonces era normal. Salíamos al campo juntos (no se me olvidará jamás la Venta de Getino, en la montaña de León) y éramos como treinta o cuarenta

. Después de la comida en común, los críos salíamos de estampida al monte, como las cabras, a jugar. Todos menos uno: yo. Porque sabía que después de comer, entre el humo del tabaco y los cafés y las copas, mi padre sacaba la guitarra y empezaban todos a cantar unas canciones que a mí me partían el alma. La Llorona, el No la llames, La casa del señor cura… Yo lloraba a moco tendido escondido debajo de la mesa, aunque todos sabían que estaba allí. Hoy es el día en que me las sé todas de memoria, como es lógico.

De adolescente, cuando llegaba a casa del instituto, a la hora de comer, escuchaba en mi cuartín de estudiar la Incompleta de Schubert. Todos los días, todos. Era como un oasis en medio de la pesadumbre de cada día (yo fui un adolescente profundamente infeliz, víctima de abusos de los curas y de lo que hoy se llama bullying); me la sé también de memoria, como te imaginarás. A los catorce años –pero qué cursi he sido siempre, dios mío de mi vida, qué repipi– me enamoré como un burro de Marité… y le regalé un disco que le birlé a mi padre y que contenía la famosa Serenata de Franz Schubert. Te puedes imaginar la cara que puso aquella cría, que, de más está decirlo, no me hizo ni puñetero caso.



Te contaba antes que mi vida cambió por completo cuando, a los diecisiete años, un compañero de la Facultad me engañó –porque fue un engaño como la copa de un pino– para formar parte de la Capilla Clásica de León, mi primer coro, que dirigía un genio casi olvidado: Ángel Barja. Figúrate.



Me metieron en una sala del Conservatorio en la que otros señores, de muy variada edad, iban a hacer lo que se llama “ensayo por cuerdas”. Yo, que no conocía de nada a ninguno, era tenor, o eso me habían dicho, así que ellos también. Me dieron una hoja de papel, la fotocopia de una partitura que yo no sabía cómo poner, si boca arriba o boca abajo, porque aquellos curiosos signos no significaban nada para mí. Pero tenía buena memoria y en quince minutos me aprendí de carrerilla aquella melodía absurda, fea, sin sentido, de una obra que se llamaba Alma Redemptoris Mater, de un tal Simón Araya, remoto canónigo de la catedral de León del siglo XVIII. Sonó un timbre y todo el coro se juntó en la sala de ensayo general. Yo me puse donde me dijeron y entonces ocurrió un prodigio que no he olvidado jamás.


Cuando Barja, que era chiquitín pero muy enérgico, dio la entrada y empezamos todos a cantar a la vez, a mí me fulminó un rayo. Mi voz, al cantar aquella melodía estúpida, se convertía en parte de un conjunto que elevaba hacia lo alto un sonido de belleza irresistible. Y yo, pobre de mí, formaba parte de aquel torrente de belleza. No lo pude soportar. Me eché a llorar como un crío. Me abrazaron, me aplaudieron, me acogieron. Esa fue, por lo tanto, mi primera iniciación; la primera vez que salí de la ignorancia (musical, en este caso) y eché a andar, paso a paso, hacia la sabiduría, hacia la Luz que se desprendía de aquellos sonidos de una belleza portentosa y que solo funcionaban cuando se hacía en común. Fue la primera vez que me di cuenta de que yo formaba, en realidad, parte de un todo, de un trabajo colectivo, inmenso y muy importante (y dificilísimo, porque cantar bien es difícil y nosotros éramos bastante zarrapastrosines cantando, qué quieres que te diga) (lo mismo que la obra del tal Araya: ¡qué malo resultó ser, cuando pude comparar, aquello que tanta emoción me causó!); te decía que era el trabajo insuperable de elevar una catedral sonora, de la cual todos formábamos parte y nos contenía a todos…



Me llevaron a estudiar música a casa de mi Maestra, con mayúscula, María Jesús Ayala, que se ha muerto hace unos meses. Y volvió a pasar lo de siempre. Que me aburría con el solfeo, que es lo que tenía que hacer, así que alquilé un piano y me puse… ¡a componer! ¡En primero de solfeo! Otra vez Luisito intentando impresionar a todos con su talento. Otra vez Luisito buscando aplausos y cariños y esas cosas tan dulces como efímeras. Una de aquellas obritas ridículas que escribí, una pequeña suite de danzas renacentistas que me costó una grandísima cantidad de tiempo y esfuerzo que yo debería haber dedicado al estudio (pero a los veintiún años estaba enamoradísimo y quería regalarle aquello al deslumbrante Miguel), llegó a estrenarse en público, maldita sea. Pero pasó lo de siempre. Me dio otro ventarrón, el de escribir; gané un concurso de cuentos, me contrataron en el periódico de mi tierra y se fueron a la reverendísima mierda mis oposiciones a catedrático de Instituto, mi soñado futuro como brillante director de orquesta y todos los demás planes, ilusiones o quimeras, que tanto da. Otro bandazo. Otra prueba más de mi cabeza loca, de mi inconstancia y de mi absoluta inutilidad para terminar cualquier cosa que empiece.



¿Mis amores musicales? Son muchísimos. Quizá el mayor de todos sea Mozart, porque en todas sus obras hay al menos un diamante: en todas, hasta en las que escribió con cinco o seis años. Luego, claro está, Bach, Beethoven (a veces me cansa un poco, pero solo a veces), Liszt, Schubert, Victoria, Monteverdi, Corelli, Haendel y Purcell, Mahler, Palestrina, Ravel, Rachmaninov… No acabaríamos nunca. En ópera, además de Mozart, soy a la vez verdiano, monteverdiano, belliniano hasta el tuétano, pucciniano, rossiniano converso, bizetista, gounodista y donizettista, pero admito que no puedo con Wagner. Lo siento mucho. Y mira que lo he intentado, ¿eh? Pero no soy capaz. Wagner es el único compositor que ha logrado sacarme de un teatro, porque no podía más del tedio. No recuerdo quién lo dijo pero tenía toda la razón, al menos para mí: Wagner es el autor de sublimes momentos de música separados entre sí por cuartos de hora insoportables. Pero seguramente la culpa la tengo yo. No tengo cualidades para Wagner, como tampoco soy capaz de emocionarme con el flamenco, con el fútbol o con los toros.


En fin: he cantado en dieciséis coros distintos durante casi treinta años, que se dice pronto. Eso sí lo hice más o menos bien. Gracias a la música he conocido (y amado) la mayor parte de Europa y unos cuantos países de América. Me he conmovido siempre, pero siempre, cantando, todas las veces. Casi como el primer día. He tenido el inmenso privilegio de cantar muchas de las grandes obras de la historia, como la Pasión según San Mateo de Bach, la tremenda Novena de Beethoven (nuestro querido hermano odiaba a los tenores, eso sí lo tengo claro), el Requiem de Brahms, los Carmina Burana de Orff, el Aleksander Nevsky de Prokófiev, prácticamente la obra completa de Tomás Luis de Victoria, el Gaudium et Spes-Beunza de Cristóbal Halffter, algunas óperas y sobre todo el Requiem de Mozart, que es lo más extraordinario, lo más arrebatador y lo más doloroso que he cantado jamás. Me ha tocado ponerme delante de un coro, más de una vez, para dirigir, me imagino que horriblemente, pero yo soy de los que no pueden escuchar música quietos en un auditorio o en un teatro. No puedo evitar moverme, marcar el compás o las entradas con la cabeza o con los brazos. Las señoras bien educadas que ocupan las butacas próximas suelen reconvenirme severamente por ello, pero sencillamente no puedo evitarlo. Soy un batuta frustrado. Como tantas otras cosas que nunca terminé porque era difícil y cansado y no me aplaudían desde el primer momento ni me decían lo listo que era.



Sí, es verdad que he sido crítico de música clásica y sobre todo de ópera. Pero no lo comentes por ahí, por favor. Estoy profundamente avergonzado por aquello. Técnicamente al menos, no lo hice mal: sabía más y escribía mejor que muchos de los que se ganan la vida haciendo esa cosa absurda y completamente inútil que es la crítica de música. Inútil, sí. Porque el crítico de música no es como el de libros o el de arte o el de cine: estos profetas, aunque se pongan a juzgar y a dar su veredicto, que no suele valer un comino, por lo menos le cuentan al lector qué opinan de algo que este puede leer (un libro) o ver por sí mismo (una exposición, una película). Pero el de música, como en buena medida el de teatro, pontifican sobre algo que ya pasó y que es irrepetible: un concierto, una función de ópera, una representación teatral. Por más que se repita durante varios días, no hay dos iguales, nunca. Entonces ¿para qué coño sirven la crítica y los críticos, además de para conseguir entradas gratis, engordar sus egos y volverse personajes engolados e insufribles, como lo son casi todos? Yo no lo supe jamás, pero tengo que reconocer que en aquellos años me encantaba ser engolado y terrible.




Porque fui terrible, Javier, el peor de todos. Apasionado como soy, me dejé ganar por la mitomanía de la ópera (esa es una enfermedad de la que logré curarme) y me convertí en un hooligan que se extasiaba con unas cosas y cinco minutos después bramaba de indignación por otras, todo en la misma representación. Yo he escrito de algunos cantantes, directores o escenógrafos cosas muy parecidas a las que mis trols o mis haters escriben cada semana de mí en el periódico, al pie de mis artículos. No tenía vergüenza. No ya compasión, que eso tampoco; pero vergüenza, ninguna. Disfrutaba demostrando en mis críticas lo listo que era y lo mucho que sabía (o que aparentaba que sabía) y disfrutaba jugando a ser un diosecillo, un déspota cabreado que hacía daño sin mirar a quién. Nunca me puse mentalmente en el lugar de aquellos a quienes zahería, nunca me paré a apreciar su trabajo, su esfuerzo de todos los días, el perjuicio que les podía causar mi folio y pico de veneno, redactado además después de dos o tres whiskys, porque en aquella época yo bebía mucho. No sabía entonces ponerme en el lugar del otro, como tratamos de hacer siempre los masones. Por eso me sonroja tanto aquel que fui. Porque ya no tiene remedio. Vamos a hablar de otra cosa, anda.



7.-Has sido y eres una persona comprometida con la causa de la normalización social y legal de la homosexualidad. ¿No es curioso que España, un país con fama de tradicional y católico haya asumido con toda naturalidad el matrimonio gay y que esa reforma legal tenga una resistencia mayor en países supuestamente más liberales como USA, Francia, Inglaterra, Finlandia, Escocia, Italia? ¿Nos encontramos en una situación de normalización o falta algo importante?



Javier, yo no estoy nada, pero nada seguro de que en España se haya asumido el hecho de la homosexualidad como algo común y aceptable, y de que ese hecho se haya “normalizado” y “visibilizado”, como solemos decir los viejos activistas (yo lo fui; ya no). Y lo más importante: tampoco estoy seguro en absoluto de que esa aparente “normalización”, que hemos disfrutado durante veintitantos años, sea irreversible. Temo mucho que no sea así.

La Iglesia católica tiene en España más poder y más influencia social que en ningún otro país del mundo, quizá con la excepción de Polonia y, hasta hace algún tiempo, de Irlanda. Tiene más poder que en Italia, sin duda. Fíjate en un par de detalles muy reveladores que a mí me comentaba, hace años, el cardenal Tarancón: en nuestro país, el ochenta por ciento de los pueblos tienen nombre de santos o de santas. A las calles les pasa lo mismo. Y a los niños que nacen, también. La gran mayoría de las fiestas que se celebran en España, grandes o pequeñas, tienen advocación religiosa. Si eso no es impregnación, incluso control del tejido social, aunque sea del menos educado, pues tú me dirás…



Y la Iglesia católica es la que es, Javier, tú conoces eso mejor que la inmensa mayoría. La homosexualidad está condenada mil veces por la tradición católica, de la manera más hipócrita que quepa imaginar porque, como me decía hace años un obispo amigo mío que ya murió, si de la Plenaria de la Conferencia Episcopal se sacara a todos los obispos que no se han metido nunca en la cama con un chico, esa Plenaria podría reunirse en un taxi.

Francisco, el bondadoso y animoso pero ya anciano papa argentino, asegura que él no es quién para juzgar a un homosexual por el solo hecho de serlo. Pero Francisco es una anécdota, una excepción, un delirio de la ocasional mayoría renovadora del cónclave, como lo fueron Juan XXIII e incluso el desdichado Pablo VI, que es mi Papa, el de mi juventud, mi favorito. La norma es el wojtylianismo, el tridentinismo de Pío XII, que hoy representan en Roma cardenales como Brandmüller, Burke, Zen o el terrorífico Robert Sarah, entre muchos más. Es el ordeno y mando, el conmigo o contra mí, el Rouco y el Varela. Esa gente está esperando a que el viento vuelva a soplar en la dirección que ellos creen correcta. Y volverá a soplar, eso sin duda alguna. Ese tiempo está llegando ya. Los ultracatólicos de colmillo retorcido: los Reig Pla, los Munilla, los Cañizares..., en realidad no tienen que hacer nada; solo esperar a que se muera el argentino.


Uno de los efectos de esa causa que ya está volviendo muy fácilmente podría ser la pérdida de esa “normalización” de la homosexualidad. Hay en España muchísima gente, pero muchísima, que durante años se ha callado lo que pensaba porque existía un consenso general, una “nueva norma” social aceptada y difundida por los poderes del Estado y por muchos agentes sociales. Es lo que se llamó “corrección política”. Despreciar a los gais, o escarnecerlos, o apalearlos, o contar chistes de maricones (una de las grandes tradiciones tabernarias en España durante siglos: ya los contaba Quevedo) ha estado mal visto durante casi tres décadas y quien hiciera eso corría el riesgo de ser discriminado en su entorno social. Y muchos dejaron de hacerlo.

Pero no de pensarlo, Javier. Eso que hemos vivido ya no es así. El auge de la extrema derecha organizada en España ha quitado el miedo a hordas enteras de mulas pardas que estaban ya ahí, que no se habían ido nunca, pero que al menos disimulaban y no los veíamos; mulas pardas que ya no solo no se avergüenzan de sus ideas y actitudes repugnantes (ideas y actitudes que siempre tuvieron y que han inculcado a sus vástagos), sino que ahora presumen de ellas con todo estrépito y todo orgullo. Primero la derecha, luego alguna izquierda montuna, los secesionistas y sobre todo la extrema derecha han teñido de política barata absolutamente todo. Dios, aquí, es de derechas. Los toros son de derechas, como Manolo Escobar, el vino de Jerez, ciertas marcas de coches y, te lo juro, hasta la Mística del Siglo de Oro. Y por lo mismo, se ha llegado a la inaudita asimilación de que ser gay es ser rojo, cuando yo conozco gavillas enteras de buenos mozos casados con sus novios que votan a Vox con toda su alma. Pero el partido al que votan les desprecia. Profundamente.

Los españoles somos un país de extremos, eso no hace falta demostrarlo porque “es una verdad evidente”, como decía León XIII. Un día, hace quince años, nos convertimos en la nación del mundo más avanzada en el reconocimiento de los derechos de las minorías. En poquísimo tiempo legalizamos tanto el matrimonio entre personas del mismo sexo como la adopción de niños por parejas homosexuales, algo que dejó con la boca abierta incluso a los daneses, los holandeses o los suecos. Ahora, quince años después, hemos batido todos los récords mundiales de velocidad en el crecimiento de los neofascistas, una de cuyas señas de identidad –aparte, como te decía, de los toros, el porompompero y María Santísima– es el odio hacia los homosexuales.



Lo repito: odio. Y no lo ocultan en absoluto, más bien al revés. Lo dicen con toda claridad en sus redes sociales. Si estos bestias llegasen al poder y se afianzasen en él por largo tiempo, no sólo desaparecerían las autonomías, la protección a las mujeres maltratadas, la prohibición de la pena de muerte o la sanidad y la educación públicas. Que todo eso desaparecería sin la menor duda, lo mismo que la Constitución. Es que las personas homosexuales volveríamos a estar en peligro, porque esa gentuza desea que seamos erradicados lo mismo que el comunismo, el separatismo… y lo mismo que nosotros, los masones. El tal Julio Casanova, que a mí me llama maricón todas las semanas (apenas velado por sus siete u ocho nicks) al pie de cada artículo que escribo, no es un extraterrestre, ni un fenómeno aislado, ni mucho menos una excepción. Es un síntoma de lo que se nos está viniendo encima. Porque se nos está viniendo encima, Javier, y a grandes zancadas. Como Stefan Zweig ante el poder nazi, soy terriblemente pesimista ante el crecimiento del neofascismo, en España y en el mundo. Zweig se equivocó. Yo también querría equivocarme. Pero, como es natural, me parece que no ando muy errado…



Conclusión: la libertad, como decía Simone de Beauvoir del feminismo, está siempre en peligro. Hay que defenderla todos los días porque siempre está amenazada. La democracia, la convivencia en paz, el respeto al que disiente, el reconocimiento de los derechos de las minorías, no son algo natural, no forman parte del código genético de la especie humana. Son creaciones culturales, artefactos que la humanidad ha ido dándose a sí misma, muy poco a poco, para poder convivir mejor. Y hay que protegerlas con todo cuidado y con todo esfuerzo, cada día que amanece, porque son frágiles por naturaleza. Lo que sí está en la condición humana es el odio, la violencia, el avasallamiento, la imposición, la ambición de poder, la tiranía… y, desde luego, también el miedo.




8.- ¿Cuál fue el impulso primordial que te llevó a escribir tu novela Algún día te escribiré́ esto (Editorial Egales, 1999)? ¿El proceso de creación de la novela fue doloroso?



Bueno, te vas a reír. Me da un poco de vergüenza decirte esto, pero es la pura verdad. Fue una apuesta. En aquellos años, a finales de los 90, yo me metía cada noche en un chat de internet, una cosa que había que se llamaba IRC (no sé si seguirá existiendo, imagino que no) y que tenía montones de canales que cualquiera podía crear. En uno de ellos, cuyo nombre ya no recuerdo, andábamos cada noche unos veinte o veinticinco pájaros pintos que teníamos algunas cosas en común: todos éramos gais, todos o casi todos teníamos pareja (allí no se iba a ligar) y todos éramos bastante marisabidillos, leídos, cultos o como quieras llamarlo.



Como es lógico, nos dedicábamos concienzudamente al cotilleo, la maledicencia, la burla cruel y el escarnio de otros escritores, muy especialmente si también eran gais. Esto es muy común entre los homosexuales, nunca he logrado entender por qué: ponemos de vuelta y media a los que son como nosotros y tienen los mismos problemas vitales (o muy parecidos) que nosotros tenemos, y no dejo de pensar que en esa actitud mezquina hay una inmensa carga de envidia. Allí se decían cosas terribles, pero hay que admitir que también muy ingeniosas, de Antonio Gala, de Luis Antonio de Vileda (así le llamábamos), de Eduardo Mendicutre (que es un gran amigo mío y una persona excelente), de Jaime Bayly y de muchos más, sobre todo de aquel gaznápiro que salía tanto por la tele dando chillidos… Cómo se llamaba… Sí, hombre, uno venezolano, no me acuerdo ahora, que escribía tan mal… ¡Izaguirre! Eso es, Boris Izaguirre.



Bien, pues todo iba como siempre hasta que alguien, en una de aquellas noches de parloteo, dijo: ah, muy bonito, todos “cortando trajes” a los escritores que entienden pero aquí nadie da un palo al agua ni hace nada más que criticar. A ver ¿quién se apunta a enviar a este chat un relato de asunto gay, de no más de tres folios y escrito en tres días? Y luego los leemos todos y los comentamos.



Se produjo un terrorífico silencio de más de dos minutos, que es una barbaridad en un medio como internet. No piaba nadie, estábamos todos los pájaros metiditos en el fondo del nido como si lloviese. Hasta que por fin uno dijo, tímidamente: “Bueno, pues recojo el guante…”.



Fui yo, claro. Inmediatamente, todos los demás se dieron por absueltos y liberados del desafío, y se pusieron a esperar el trabajo de “Monterone”, que era mi nick en aquella pajarera.



Tiré de lo primero que se me ocurrió, lo más fácil, que era un episodio de mi vida. Yo tuve varias novias de chaval y una de ellas, la más duradera y una extraordinaria persona, lo pasó fatal conmigo porque yo caí fulminado de amor por su hermano, Jose, que era una belleza de muchacho como he vuelto a ver muy pocas veces. O bueno, a mí me lo parecía… Y decidí contar aquello que nos pasó. Naturalmente inventé muchísimo, porque en realidad pasar, lo que se dice pasar, apenas pasó nada… para mi desesperación, porque yo me moría por aquel chico.



¿Y qué sucedió? Pues lo mismo que decía Miguel Ángel Buonarotti de las esculturas: que están todas hechas y solo hay que quitar la piedra que sobra. Y aquella historia de Jose y de los Picos de Europa y de los celos de mi novia no tenía tres folios. Ni se podía hacer en tres días. Los del chat me pusieron verde, porque tardé algo menos de tres meses. Pero lo escribí. Cuando lo leyeron, debo decir que les gustó muchísimo (ya está, ya tenía otra vez el aplauso y el éxito de un pequeño grupo, ya era feliz, toooda la vida igual) y me animaron a publicarla. Yo ni me lo había planteado, pero al final, empujado por otros amigos, la llevé a la editorial Egales. Les gustó también y se convirtió en uno de los grandes éxitos de la firma. Hoy está traducida a cuatro idiomas, todavía hay gente que se acuerda de ella…



No, no fue un parto doloroso. Sé escribir, se me da bien desde pequeño. Lo que pasa es que la historia no valía gran cosa… Y que, bien por mi falta de talento, o bien por las prisas que me metían los pajarracos del chat, no me compliqué la vida en absoluto con la estructura narrativa. Tenía claras algunas cosas: que la homosexualidad como tal no debía aparecer como un problema, como algo generador de culpa. Luego, que todo es casi un largo “fundido a negro”: empieza con muchísima gente y, poco a poco, el protagonista se va quedando solo con su angustia. Y, por último, que tenía que tener un final feliz. Estaba harto ya de novelas que terminan trágicamente. Tenía que aparecer un amor salvífico y paciente y abnegado… Ese personaje me lo inventé. En la novela y en la vida. Me lo he inventado veinte veces y se lo he adjudicado a personas que no eran así, por más que yo me empeñase en convencerme de que sí lo eran… Hubo una sola excepción: Do, un chico de Brasil que me adoraba y al que yo adoraba también. Pero se murió antes de que cumpliésemos dos años juntos. Así que no me dio tiempo a decepcionarle…



Sí, la novela. Bueno, tiene otra característica muy evidente: en las escenas de sexo, que son unas cuantas, tampoco demasiadas, el lenguaje es absolutamente claro y directo, no hay eufemismos. Eso hizo que mi madre se muriese sin leerla y que mi padre tampoco la haya leído nunca. Y no se lo reprocho en absoluto. Pero en aquella época eso era lo que hacía falta, al menos en España: había que normalizar unas cuantas cosas… La crudeza del lenguaje fue una decisión, por así decir, “militante”. Bien, el libro tuvo un gran éxito y el primer sorprendido fui yo, porque seamos serios: no es una buena novela. En absoluto. Yo no se la recomendaría a nadie hoy. No estoy orgulloso de ella. Le debo algo muy importante: me proporcionó a Adri (tú lo conociste), la persona a la que mejor he querido en toda mi vida, a pesar de mis proverbiales meteduras de pata. Un ángel que la leyó y se metió en un tren espantoso, nocturno, desde Barcelona a Madrid, para conocer a quien había escrito aquello. Ni un beso nos dimos nunca, yo no le atraía en absoluto y se le erizaban los pelos, como a los gatos, cuando yo le daba un abrazo o le hacía una caricia. Quizá me quería un poco, yo creo que sí… lo que pasa es que era un cariño “asintomático”. Pero él también acabó por alejarse, y de una manera terrible, durante mucho tiempo, demasiado… Y no escribí más narrativa. Lo he intentado varias veces, pero siempre me faltó la paciencia indispensable y siempre me sobró inseguridad. Lo mismo que cuando era un crío.



9.- Has sido, no sé si lo sigues siendo, miembro de la Asociación de Periodistas de Información Religiosa (APIR) y has escrito abundantemente sobre la Iglesia católica ¿Crees que sigue existiendo entre nosotros lo que en tiempos de la II República se llamó “la cuestión religiosa”? ¿No tienes la impresión de que el voto católico se ha hecho adulto y no se mueve al dictado de la jerarquía católica?




Formé parte de la APIR, es verdad, pero aquel grupo de gente variopinta desapareció. Tenía la misma enfermedad que la Masonería: una sobreabundancia de “egos revueltos”, que es un plato indigestísimo. Su presidente y fundador, Pepe Martínez de Velasco, un tipo sencillamente extraordinario, ha muerto víctima del Covid-19. Yo escribí durante mucho tiempo de curas, es cierto, pero no por propia voluntad sino porque me lo encargaron en el periódico. No me disgustaba el asunto y llegué a saber bastante, pero me faltaba lo principal: interés personal en aquella gente.



Yo soy, por así decir, un ateo “tranquilo”. No me molestan en absoluto ni los creyentes ni sus creencias, me limito a solicitar respetuosamente que no traten de imponérmelas a mí, ni que me miren con compasión o con cierto despecho porque yo no tengo fe, gracias a Dios. No voy por ahí haciendo “profesión de no fe”. Y procuro no discutir nunca de religión, con nadie. Es lo más aburrido que conozco. Esa serenidad frente al hecho religioso –que sí me interesa, y mucho, desde el punto de vista sociológico, e incluso estético– la he aprendido en la Masonería… Pero ahora, cuando de vez en cuando vuelvo a encontrarme con los antiguos compañeros periodistas “de curas”, me pasa siempre lo mismo: tengo la sensación de que están cada vez más alejados de la realidad, que escriben de cosas que le interesan cada vez a menos gente. Por más visitas que tengan sus webs. Y no se dan cuenta. Es algo parecido a lo que ocurría con la filosofía escolástica: una inmensa y complejísima construcción intelectual que se basaba, toda ella, en un supuesto indemostrable, como es la existencia de Dios. Pero aquellos filósofos parecían olvidar aquel “pequeño” detalle, porque lo que les apasionaba era su propia creación, su propio artificio lógico, que era colosal, y lo hacían cada vez mayor y más sutil y más complicado. Es como un elefante haciendo equilibrios sobre una pelota de madera. Pues con la información religiosa ocurre algo parecido. ¿A quién le importa hoy lo que diga o deje de decir un obispo? Yo tengo la percepción de que a muy poca gente, cada vez a menos.


Y también creo, fíjate, que en España ya no hay voto católico. Y si lo hay, no dice que lo es. Los partidos confesionales son una antigualla en la gran mayoría del mundo occidental. Destruida la Democracia Cristiana en Italia por culpa de la corrupción, quedan nada más que cosas exóticas como ese partido polaco que quería nombrar a Jesucristo rey de Polonia y otras tonterías por el estilo. Pero la “cuestión religiosa” es algo, como muy bien dices, del tiempo de Maricastaña, al menos en nuestro país… Je. Recuerdo cuando viajamos toda la familia a Santander, la tierra de mi madre, y fuimos a visitar a la tía Narcisa, una anciana que vivía en un piso enorme, oscuro, casi un mausoleo, enfrente de la catedral. Yo era un chaval. Mi padre le preguntó, jocoso: “¿Y a quién va a votar usted, tía?”, porque estaban a punto de llegar las primeras elecciones libres, las de junio de 1977. Y la tía Narcisa, chiquituca como era, puesta en pie y señalando al techo con el dedo, voceó: “¡Yo no votaré a nadie más que al partido de la ley de Diosss!”, arrastrando mucho la ese final. Pues eso yo creo que ya no existe más que en las escasísimas tías narcisas que puedan quedar por ahí, que serán forzosamente pocas. Son anacronismos. Como aquellas fotos de Soraya Sáenz de Santamaría o de María Dolores de Cospedal, muy ufanas, en Roma, con sus peinetas y sus mantillas… La de Rajoy cuadrándose y doblando la testuz ante Rouco Varela, que lo miraba como quien mira a un perdulario… Son imágenes del siglo XX, no del siglo XXI. Son anacronismos.

¿Dejarán de serlo? Es difícil pero no imposible. Yo no puedo imaginarme a Angela Merkel teniendo en cuenta lo que dicen los obispos para gobernar, ni al tarambana de Boris Johnson llamando al arzobispo de Westminster para que le aconseje sobre el nombramiento de los ministros, ni a Macron invitando al arzobispo Aupetit, el de París, a presidir con él la celebración del 14 de julio, pero es que eso no ha sucedido jamás en ninguno de esos países… y en España sí. Y no hace mucho. El que fue arzobispo de Zaragoza, Pedro Cantero Cuadrado, por mal nombre Adoquín (Pedro, de piedra; cantero, y encima cuadrado: cómo le iban a llamar), fue miembro del Consejo de Regencia de España desde la muerte de Franco hasta la proclamación del rey Juan Carlos. Es decir, ocupó la jefatura del Estado, que se dice pronto. Y eso sucedió hace nada, en el tiempo de nuestra vida, no en la Edad Media


Y sigo pensando lo que te decía antes: los neonazis alemanes no son especialmente creyentes (tampoco lo fueron los nazis de los años 30), ni los fascistas italianos de Salvini son particularmente meapilas, como tampoco lo fueron sus abuelos, pero la extrema derecha española tiene como una de sus señas de identidad la intransigencia religiosa, el Tú reinarás y la Virgen del Pilar. Dios, aquí, es de derechas, como decíamos antes… salvo en el País Vasco y en Cataluña, donde es nacionalista. Mira la serie de televisión La línea invisible, que relata el nacimiento de ETA, quién les alojaba y quién les ponía las sillas para que se reuniesen… Acuérdate del obispo Setién echando de su despacho a las familias de los asesinados por la mafia vasca, y encima les decía que dónde estaba escrito que un pastor tuviese que querer por igual a todas sus ovejas…



Y el auge carpetovetónico de la extrema derecha, si es que continúa su progresión, traerá debajo del brazo (del brazo izquierdo, imagino; el derecho lo llevarán en alto) la imposición bravucona, avasalladora y chulesca de la religión, como ha sucedido ya varias veces en la historia contemporánea de España. Desde los frailes que formaban la vanguardia armada de los Cien Mil Hijos de San Luis, en 1823, hasta los curas que, cuando los falangistas tomaban un pueblo durante la guerra civil, señalaban con el dedo a los “rojos” que había que matar… y así hasta el arzobispo Adoquín que te decía, fervorosísimo defensor de la “Cruzada”…

Ha pasado ya demasiadas veces como para pensar que no puede volver a pasar. Por más adulto que se haya hecho ahora el llamado voto católico.



10.- Que haya un personaje gay en una obra literaria ¿la convierte en literatura gay? ¿Que haya mujeres lesbianas en una novela la convierte en literatura lésbica? ¿En qué consiste en realidad la “literatura gay”? ¿En qué se diferencia de la literatura a secas? Obras de referencia en literatura gay y lesbiana.



Es que yo no creo que exista literatura gay, Javier. Ya no. En España no. La ha habido, desde luego, cuando era necesario normalizar socialmente la realidad homosexual. Pero la literatura, cuando obedece a consignas, jamás produce nada demasiado interesante. La literatura es un reflejo de la realidad social, y en los años 80 y 90 se produjo una auténtica explosión de libros escritos por homosexuales y dirigidos específicamente a homosexuales. ¿Por qué? Pues porque había un ansia muy grande de leer cosas como aquellas, y desde luego también de escribirlas, porque aquello no había existido nunca en nuestro país, al menos con libertad. Muchísima gente lo necesitaba. Pero eso pasó, como pasó el destape de los 70 y 80, como pasaron el radiocasete y los pantalones de campana y la lambada y la canción protesta y las revistas de información general y el cine de arte y ensayo.



Un símbolo ejemplar y para mí queridísimo, como la librería Berkana, de Madrid, que hace veinte o treinta años era algo así como la Meca para los gais y lesbianas de todo el país, que veníamos en peregrinación a comprar revistas y vídeos y desde luego libros, agoniza sin remedio. Por falta de clientes. Es verdad que todas las librerías tienen problemas, pero también lo es que los chavales de hoy, gais, lesbianas y por ahí seguido hasta acabar con la enorme cantidad de siglas, ya no necesitan esa literatura, no la consumen, no la producen. Aunque siempre hay excepciones: en Estados Unidos, por ejemplo, hace años que se vive un extraordinario auge de la música gay, de las canciones de amor escritas por chicos gais y que relatan sus andanzas y amoríos, casi como los boleros de toda la vida. Y no veas el éxito que tienen…

Meter un personaje gay en una novela no la convierte en una “novela gay”, que es la escrita (en la inmensa mayoría de los casos) por y para gais. Mira tú Proust o Thomas Mann. Que tú metas a mi ertzaina favorita, Felicidad Olaizola, que es lesbiana, en tus novelas policiacas no hace que dejen de ser policiacas para pasar a ser literatura lésbica, ni a ti tampoco te convierte en lesbiano, vamos, me imagino. Eso son ganas de encasillar lo inencasillable y de ponerle puertas al campo.


Al final, la literatura es como el pecado: el peligro no está en aquello que se ve sino en el ojo que lo ve; en la intención, como decían los jesuitas de mi colegio. Un libro que a mí me ayudó mucho a reconocerme como homosexual fue La muerte en Venecia, de Thomas Mann, que hoy difícilmente sería encuadrable dentro de la presunta “literatura gay” porque es una historia de amor apasionado y frustrado como hay miles, y da lo mismo que el objeto de ese amor sea un chico, una chica o un trombón de varas. Pero a mí me ayudó. ¿Por qué? Porque cayó en mis manos en el momento oportuno, tanto en mi vida como en el del mundo en que yo vivía, que era muy pequeño; cuando me estaba haciendo preguntas a las que me daba miedo responder, cuando no sabía a qué carta quedarme con mi sexualidad, que es algo que le pasó a muchísima gente de mi generación. Y dije: pero si lo que le pasa a este señor me pasa también a mí… Y eso te puede ocurrir con Mann, con Felicidad Olaizola, con Schiller o con una representación del Don Carlo de Verdi, que tiene un “dúo de amor” entre dos mozos que no se lo salta un gitano…

Al final, todo se reduce a algo muy sencillo: la literatura, como la música o la pintura, se divide en dos grandes categorías: la buena y la mala. Y a cada uno de nosotros le compete elegir cuál quiere. Yo creo que El corredor de fondo, de Patricia Neil Warren, es una obra literaria excepcional. Y la primera novela del insufrible Jaime Bayly, No se lo digas a nadie, es fascinante. Y la gran mayoría de los libros de Eduardo Mendicutti, por citar a un autor español. Todas ellas tienen como asunto principal la homosexualidad y sus personajes más importantes son homosexuales. Pero eso a mí me importa más bien poco… ahora; en otro tiempo me importó mucho más y yo también escribí “literatura gay”. Hoy leo lo que me parece que es bueno, y me da lo mismo si salen gais, heteros, galgos o podencos.



11.- ¿Qué relaciones —ideológicas, sociales, políticas— hay a tu juicio —si las hay— entre el movimiento feminista y el movimiento LGBT?




Pues la verdad es que no lo sé. Estoy muy desvinculado de todo ese movimiento. Lo veo desde lejos y casi exclusivamente por redes sociales, pero ya no participo. Hombre, debo decirte que yo jamás he sido de los de subirse a las carrozas el día del Orgullo, ¿eh? Pero sí fui militante hace años, di conferencias, entrevistas, aparecí en público diciendo cosas… Ya no.

Bien, el feminismo y el movimiento LGTB tienen una cosa fundamental en común: se trata de dos grupos de personas –las mujeres y las personas homosexuales– claramente oprimidos, vejados, despreciados y maltratados por la cultura dominante, que sigue siendo (ya mucho menos) muy predominantemente machista. Perdona que no use el término “patriarcal” pero es que para mí tiene unas resonancias bíblicas que me lo descolocan un poco, no me gusta. Otra coincidencia: ambos movimientos, que se han comprendido y ayudado mucho a lo largo de las últimas décadas, como es natural, han tenido derivaciones, particiones y hasta cismas internos. Han aparecido grupos extremadamente radicales que, en algún caso, yo creo que se salen del ámbito del activismo social para entrar de lleno en el de la psiquiatría; y luego hay otros mucho más tranquilos, o posibilistas, o acomodaticios si quieres, lo cual no está mal de ninguna manera porque así es la sociedad de la que todos formamos parte.



Pero hay una diferencia también esencial: el tamaño. Hay muchísimas más mujeres que personas homosexuales. Eso influye sin la menor duda en su poder, en su capacidad de movilización y en su influencia pública. Nosotros, gais y lesbianas, jamás hemos juntado a un millón de personas en las manifestaciones (después cabalgatas) del Orgullo gay. Nunca. Ni a la mitad tampoco. Sencillamente, no habríamos cabido en las calles. Esas cifras son falsas, como tantas más de las que se dan sobre manifestaciones. Pero las mujeres sí se han acercado mucho más a las cifras estratosféricas, y es natural.



Un ejemplo que a mí me hace mucha gracia. La derecha y sobre todo los neofascistas de Vox no dejan de repetir que el Gobierno permitió la manifestación del 8 de marzo de 2020, la de las feministas; allí acudieron varias ministras, y dice esa gente que esa manifestación fue una de las causas fundamentales de la propagación del virus en nuestro país. Olvidan –deliberadamente– que en la mañana de ese mismo día, domingo 8 de marzo, ellos, los neofascistas, se reunieron en la plaza de Vistalegre; hubo varios miles de personas y allí, gracias a las toses de Ortega Smith, que ya estaba enfermo, se contagió Abascal y se contagiaron bastantes más.



Y repiten, repiten, repiten que el Gobierno no se atrevió a prohibir aquella manifestación. Bueno, pues es verdad. En primer lugar, nadie en este país era, en aquel momento, plenamente consciente del peligro que suponía. Pero ¿habría ocurrido lo mismo de tratarse de la marcha del Orgullo gay? Me inclino a creer que no. La habrían desaconsejado, como mínimo. ¿Y por qué? Pues por el tamaño. Por la cantidad de gente que movilizan una convocatoria y la otra. Es verdad que la cabalgata del Orgullo reúne a una gran multitud, ya siempre festiva (al final, los gais hemos regalado a la ciudad de Madrid las mejores y más concurridas fiestas de todo el año), pero es evidente que, cuantitativamente, no es posible la comparación. Y se ha notado innumerables veces en la actitud de las autoridades. Todavía me acuerdo de cuando Ana Botella, alcaldesa del PP y muy próxima a los Legiosaurios de Cristo, pretendió que los miles de personas que festejaban el Orgullo en la plaza de Chueca escuchasen música sí, pero con auriculares, sin sonido directo, para no molestar a los ancianos de un geriátrico próximo. Imagínate a tres mil personas allí bailando como zombis en medio de un cristianísimo silencio. Eso con las mujeres no ocurriría jamás. Entre otras cosas porque la señora Botella está seguramente convencida de que ser mujer no es que esté del todo bien (ya se lo decía San Pablo a los Corintios), pero es inevitable, mientras que ser gay es, ante todo, un pecado gordísimo que debe ser perseguido por la ley civil.

Javier, yo creo que, a lo largo de la historia, cuando un grupo humano oprimido se ha empezado a mover para liberarse de su opresión, nunca lo ha hecho unido ni homogéneo. Hay una masa mayoritaria que se desplaza lentamente y a la que le salen vanguardias, por lo general unas cuantas. Vanguardias más o menos radicales que discuten entre sí, que tiran cada una por un lado, que hacen relatos o “teologías” diversas y hasta contradictorias, y se separan y se anatematizan unos a otros y hacen cismas, todas esas cosas. Eso ha ocurrido con las mujeres, con los gais, con el proletariado, con los primeros cristianos y con decenas de ejemplos más.

En el caso de la más o menos verosímil “controversia” entre gais y feministas, hace poco tiempo salió una señora como Lidia Falcón, por quien yo conservo un afecto personal muy grande, líder de un feminismo muy minoritario (su Partido Feminista era eso, suyo, casi unipersonal, aunque nadie lo decía). Y escribió unas cosas alucinantes sobre el “lobby gay y sus acólitos”, con una terminología que parecía sacada de lo más halitósico de los tuiteros de Vox o de la Conferencia Episcopal. Bueno, Lidia es ya una persona muy mayor, pero me parece un síntoma de esas pretendidas “vanguardias” que acaban por tirarse de los pelos unas a otras en una actitud que tiene más que ver con los “celos mal reprimíos”, que decía la zarzuela, que con otra cosa.



12.- Me impresionó tu artículo (20.3.2020) Hasta aquí llegado en el que te apartabas de una línea de defensa constante del ahora Rey emérito y advertías del peligro que suponían para la Corona como institución sus oscuras relaciones económicas con la dinastía Saud. Soy completamente adiafórico respecto al debate Monarquía/República, lo principal es garantizar la Democracia Parlamentaria y los valores constitucionales; lo que sí me parece serio, —muy serio— es, con Monarquía o República, defender la bandera bicolor, —roja y gualda—; soy radicalmente contrario al uso de color morado en la bandera nacional. Me parece innecesariamente divisivo. Los símbolos, como ya estudió García Pelayo, tienen un papel relevante en la formación de un constitucionalismo integrador, conforman el fondo inconsciente de lo colectivo. ¿Qué piensas al respecto?




Pues que estoy de acuerdo. Muchos amigos, incluidos los de Facebook, piensan que yo soy monárquico, incluso ferviente monárquico. No es verdad, no lo he sido nunca. Pero tampoco ferviente republicano. Me pasa como seguramente a ti: creo que es un falso problema, no me interesa la discusión. Decía Luis María Ansón que las razones para defender la república las entiende cualquiera, pero defender la monarquía es más difícil y necesita más reflexión. Creo que tiene razón. Pero sigue siendo un falso problema, uno de esos problemas sentimentales que atañen a las tripas más que a la cabeza, a los que tan aficionados somos los españoles al menos desde la muerte de Carlos III.



La monarquía, en el siglo XXI, se fundamenta nada más que en una propuesta constitucional que a mí me parece perfectamente legítima: que haya un señor, una familia si quieres, un símbolo, que esté por encima de la controversia política para que pueda representarnos a todos por igual. Por eso no hay que elegirlo. A todos los demás sí, pero al Rey no, por lo mismo por lo que no se elige la bandera nacional, ni el himno, ni ningún otro símbolo (repito: símbolo) común. El Rey, en una democracia parlamentaria moderna, no tiene prácticamente poder alguno. Dice lo que otros le escriben, estrecha manos, viaja, representa a la nación: ese es su trabajo y te juro que no se lo envidio. Esa es, en esencia, la razón de la monarquía, según lo veo yo. Y me parece bien, me parece lógico.



¿Y una república? Por mí, sin ningún problema. Un presidente como el de Alemania, que ahora mismo no recuerdo quién es, o el de Suiza, que no lo saben ni los propios suizos porque cambia cada año. Son otros símbolos. Incluso el italiano, Mattarella, lo es, aunque los presidentes italianos siempre han tenido cierta proclividad a meter la nariz donde no les toca, quizá por la propia peculiaridad de la política italiana. Hacen todos estupendamente su trabajo, como lo hace Isabel II de Inglaterra, Margarita de Dinamarca, el presidente Guðni Thorlacius Jóhannesson de Islandia (he tenido que mirar la ortografía en Wikipedia, lo admito, pero me encanta este hombre porque es historiador), Naruhito de Japón, el presidente Van de Bellen en Austria, Harald de Noruega y un montón de jefes de Estado más. Son símbolos.




Pero lo que un símbolo no puede hacer nunca, nunca, es robar. Eso es imperdonable. En una monarquía lo mismo que en una república, el jefe del Estado tiene que ser un ejemplo intachable, porque representa a todo el país, sea elegido o no lo sea, que eso es un acuerdo constitucional que a mí me parece de importancia menor. Nadie es libre para cometer delitos, sean los que sean; por lo mismo, cualquiera que los cometa debe ser juzgado igual que los demás, sin excepciones ni distinciones. Y Juan Carlos de Borbón, ahora se sabe, ha robado todo lo que ha podido, y durante muchos años. Usando para ello sus privilegios y su posición, que le dio la Constitución que votamos todos en 1978. Eso no se puede consentir.

De ahí aquel artículo que dices, que a mí me costó tanto esfuerzo y tanto dolor escribir, porque Juan Carlos fue el Rey de mi juventud y de mi madurez. He tenido por él una lealtad personal (además de institucional) y una simpatía muy grandes. Fue el loco que, con ayuda de otros dos o tres locos como él, entre ellos Suárez, se cargó el franquismo y abrió la mejor época de nuestra historia, al menos en los últimos dos siglos y medio. Eso es una heroicidad, se mire como se mire. Pero ahora sabemos que estaba robando a manos llenas. Que lo hizo durante décadas. Y eso, sencillamente, yo no se lo puedo perdonar, porque no ha destruido solamente su imagen personal: se ha cargado lo que tenía de símbolo, necesariamente ejemplar. El daño que ha hecho este hombre es terrible.



¿Por qué no cambiamos a una república? Pues porque no es necesario, creo yo. La experiencia, y también lo que vemos en otros países, demuestran que nuestra democracia, ya muy debilitada por todo lo que hemos estado hablando antes, no mejoraría en absoluto con una república. Funcionaría igual o seguramente peor. Las naciones necesitan una estabilidad institucional para existir y funcionar. Los cambios de régimen son siempre traumáticos. Ahora mismo, la preferencia entre monarquía y república es el menor de nuestros problemas. Veremos cómo lo hace Felipe VI, que de momento a mí me parece que está haciendo un trabajo impecable: los secesionistas catalanes le odian con toda su alma precisamente por eso, porque tiene un prestigio inmenso dentro y fuera de España y porque, como símbolo nacional, es sencillamente insuperable. Pero estoy convencido de que él mismo, personalmente, no tendría demasiados problemas en cambiar el régimen… si eso fuese importante. Que no lo es.



Ya te he dicho antes que soy pesimista sobre muchas cosas. También sobre esta. No tengo ni la más mínima duda de que nuestra casta política, radicalizada como está, con el cuchillo entre los dientes desde que se levanta hasta que se acuesta, y muy buena parte de ella acostumbrada a robar también a manos llenas, no permitiría que un posible presidente de la república fuese como el italiano, el islandés, el alemán, el finlandés o el suizo. No consentirían que fuese un símbolo común, tendría que ser forzosamente un hombre de partido. Ya sucedió durante nuestras dos repúblicas anteriores. Y volvería a suceder, no me cabe ninguna duda. Aquí caeríamos en el modelo de república presidencialista o semipresidencialista. Y los presidentes de ese tipo de repúblicas difícilmente son símbolos, al menos mientras gobiernan. Son, o tienden a ser, reyes casi absolutos sin corona como ha tratado de serlo el nefasto Trump. Eso sería, me parece a mí, letal para España como nación. Tú imagínate a Aznar como jefe del Estado, por ejemplo, que sería un candidato, como mínimo, verosímil.


Das mucha importancia a la bandera. Yo también. Una vez te hice unas fotos en la plaza de Colón, en Madrid, con la enorme bandera nacional que hay allí, y no te lo dije entonces pero me hiciste sentir bien. Las banderas son esencialmente peligrosas, porque definen lo que somos pero sobre todo lo que no somos, lo que nos diferencia de otros, lo que nos separa. Y la nuestra, la de España, ha tenido una suerte espantosa a lo largo de la historia. Tiene los colores que tiene porque así se la podía ver bien desde lejos en el mar. Nunca cambió, ni

siquiera durante la primera república de 1873: allí se limitaron a quitarle la corona al escudo, no hicieron más. Uno de los errores más terribles de la segunda república fue precisamente ese, cambiar la bandera y convertirla en lo que te acabo de decir: un símbolo de ideología, no de representación común. Un símbolo de separación, no de unidad. Lo mismo que la estelada, por ejemplo. Definen a “los de aquí”, a los que piensan como yo y creen en mis ídolos, por contraposición a los de fuera, a los herejes, a los enemigos, a los sospechosos o como mínimo a los advenedizos. Eso es comprensible para un partido: de “bandera” viene el término bandería. Pero, ya que hay que tener banderas, una nación como España necesita que todos los ciudadanos tengan claro cuál es, y que tiene que estar, como símbolo que es, por encima de controversias políticas, ideológicas o incluso de forma de Estado. Que los actuales republicanos mantengan como símbolo propio la bandera de la franja morada es repetir el mismo error de hace ochenta años. Es lo que decía Bertrand Russell: un error que ha envejecido, y a eso solemos llamarle tradición.



Y la mala suerte de nuestra bandera nacional se ha hecho casi calamitosa porque los “hunos” (unamunianos) se agarran a la bandera de la franja morada, pero los “hotros” se han apropiado de la bandera común, la constitucional, la histórica, la de todos, y la han convertido también en un símbolo de su ideología. No la sueltan ni para dormir. Durante estos meses de confinamiento, cada vez que esta gente bajaba a la calle a lucir los loewes y a insultar al gobierno, la llevaban puesta, anudada al cuello, como si fuera suya. Y no lo es. Hay que decir que la extrema derecha, por definición xenófoba, hace lo mismo en todos los países. Las manifestaciones del FN se llenan de banderas francesas, y el mensaje es obvio: los que no sois “de aquí”, marchaos. Los neonazis alemanes hacen otro tanto, y los ultras norteamericanos (Roger Ailes obligaba a todos los empleados de Fox a llevar, bien visible, el pin con la bandera), y desde luego los salvinis italianos, y los del “brexit” británico: todos arriman la bandera a su venenosa sardina.



Pero en todos esos países la bandera es un símbolo que todo el mundo entiende desde hace generaciones, usado y respetado por todos, y las diferentes banderas nacionales aguantan bien, creo yo, el embate de quienes las quieren secuestrar para ellos solos. Aquí no. Aquí es más difícil porque fue el franquismo quien se la apropió, poniéndole el escudo con aquel pajarillo tan feo, y a la oposición política a la dictadura solo le quedó la de la franja morada. Hace más de ochenta años de eso, pero así seguimos. No sé si eso tiene solución. Yo no la veo.



13.- ¿No crees que el modelo constitucional de 1978 ha sido lo mejor que los españoles hemos hecho como nación para garantizarnos el más largo período de libertades políticas y civiles, de progreso social y económico que hemos tenido en los últimos trescientos años? ¿Ese modelo no ha derivado a lo largo de estas cuatro décadas en un sistema prácticamente federal? ¿Por qué hay tanto recelo a la propuesta federal en la derecha española?




Volvemos a estar de acuerdo. La Constitución de 1978 fue un milagro, un ejemplo de audacia y de cordura, de enorme modernidad; es decir, una absoluta rareza en la historia de España, y abrió –de nuevo simbólicamente– el más luminoso periodo de progreso, modernización, prosperidad y armonía que nuestra nación ha vivido en toda su historia. En toda, aunque empecemos a contar desde los romanos. Eso lo vimos todos. Yo llegué a creer durante bastante tiempo que se había cerrado, por fin, el ciclo funesto que comienza (por poner una fecha aproximada) con la muerte de Carlos III, que es el ciclo de las “dos Españas” machadianas. O el ciclo de la búsqueda de la felicidad, que la mayor calamidad que ha sufrido nuestro país en varios siglos.


Cuando se murió aquel rey, en 1788, en España se estaba dando una situación sencillamente portentosa: todos los españoles, prácticamente la totalidad, unos diez millones de peatones, estaban de acuerdo en dos cosas. Repito: ¡todos de acuerdo en dos cosas, eso no se había visto nunca ni se volvería a ver! Una, que Dios existía. Y la otra, que aquel rey era un tío estupendo que había hecho mucho por el país. Esto lo cuenta muy bien Richard Herr (que, por cierto, sigue vivo: tiene casi cien años) en su esencial libro España y la revolución del siglo XVIII.




A partir de ahí, con perdón por la expresión, se jode todo. Carlos IV, Godoy, las abdicaciones de Bayona, Napoleón, la guerra de la Independencia, Fernando VII y su paletó, el Trienio… y por ahí seguido hasta Franco. España se parte en dos, acuérdate del cuadro de Goya del Duelo a garrotazos. Desde ese momento hay un encono que no se ha extinguido nunca y que tiene un síntoma espeluznante: cada vez que el país estaba hecho un desastre, cosa que en el siglo XIX (y en el XX) ocurre cada dos por tres, un montón de gente se empeña en derribar lo que hay, todo lo que hay, hacer tabla rasa y levantarlo todo de nuevo, convencidos de que aquello que quieren implantar, sea lo que sea, traerá, por fin, la felicidad para todos.



Eso pasó con la guerra de la Independencia, con el Trienio liberal, con los Cien Mil hijos de San Luis, con las guerras carlistas, con Espartero y Narváez y tooodos los pronunciamientos del XIX, con la revolución de 1868, con la primera república, con la restauración, con el golpe de Primo de Rivera, con la Segunda República, con la sublevación de Franco y la guerra de exterminio que le siguió… Una y otra vez, una y otra vez lo mismo: acabemos con todo esto, que es un desastre, y lo que vamos a imponer traerá la dicha y la riqueza y la felicidad.



El problema es que la felicidad, en política, no existe, Javier. Los norteamericanos han hecho 27 enmiendas a su Constitución en 230 años, pero no la han tumbado nunca para sustituirla por otra. Los británicos, tres cuartos de lo mismo pero desde hace siete siglos, que se dice pronto. Las cartas magnas de Italia, Francia o Alemania cambiaron por última vez, al menos en profundidad, tras la guerra mundial (la francesa, unos años después)… Quiero decir con esto que los países que podríamos llamar “sensatos” o avanzados modifican sus leyes fundamentales cuando así lo consideran conveniente, pero no las tumban ni las cambian por otras nuevas. Dicho de otro modo: hacen reformas en la casa de todos, arreglan lo que haya que arreglar, pero no echan la casa abajo para hacer otra nueva cada vez que hay goteras. No buscan la felicidad, como hacen los niños, los enamorados y los españoles. Buscan la convivencia, que ya es bastante…

Bien, pues yo creí que esa especie de malaria histórica de nuestra nación se había terminado con la Constitución del 78. Por fin empezábamos a ser un país “sensato” o al menos íbamos camino de serlo… Estaba equivocado. Ya estamos otra vez igual. Los republicanos más contumaces están firmemente convencidos de que echando al Rey (otra vez) e instaurando la república (otra vez) se solucionarían todos nuestros males y habría paz, prosperidad, trabajo para todos, salud, bienestar y felicidad. ¡Otra vez lo mismo! Y es mentira, como lo fue siempre… A resultas de la crisis de 2008, los secesionistas catalanes empezaron a multiplicarse, se enamoraron de su propio sueño (otra vez, ¡otra vez!) y empezaron a repetir, y a repetirse hasta que se lo creyeron, que la independencia de su “república” les traería todo eso que te digo: habría más prosperidad, paz universal, armonía de las esferas y disminuirían los casos de cáncer, como ponía en algún programa electoral nacionalista que yo leí. De nuevo el sueño romántico, de nuevo la ilusión/obsesión adolescente por el amor no consumado, de nuevo la búsqueda de la felicidad. Oye, ¡y se lo creen! ¡No hay forma de convencerles de que eso es una quimera! Y no otra quimera, ¡sino la misma quimera de siempre desde hace doscientos y pico de años! ¡Los secesionistas que tanto desprecian a España han caído en la quimera más genuinamente española de todas!



¿El modelo federal? Pues claro que sí, hombre, claro que sí. Es de sentido común. En el siglo XXI, una nación como la nuestra, nación de naciones, no puede articularse de otra manera. Hay que reformar la Constitución, sobre todo el Título VIII, primero porque ya sabemos lo peligrosísimo que es dejar la educación de los niños en manos de quienes quieren cargarse el Estado. Eso por un lado. Y por otro, esta pandemia nos ha enseñado que es absolutamente esencial, pero esencial, tener un sistema sanitario público fuerte, eficaz y sobre todo coordinado. Hay que dejar la sanidad fuera del alcance de las codiciosas manos de los neoliberales, que pretenden privatizarlo, forrarse convenientemente con ello y poner el sistema de salud solo al servicio de quienes puedan pagar lo que se les pida... No quiero ni pensar lo que nos habría pasado aquí, cayéndonos la que nos cayó en el mes de febrero, con un sistema de salud como el de Estados Unidos, donde ahora, mientras hablamos, pasan ya de los 430.000 muertos y veintiséis millones y medio de infectados por el covid-19. Esa cifra de muertos es la segunda más grande de la historia de esa nación, después de los que produjo la segunda guerra mundial. Que pensamos que en EE UU las cosas funcionan como en la serie House, que cualquier inmigrante tiene inmediatamente a su cabecera a seis médicos sapientísimos. Y eso es mentira…



No puede ser, no puede ser que un político de tercera fila decida si los viejos en los geriátricos, varios miles de ancianos, van al hospital o se les deja morir en sus cuartos, como ha pasado en Madrid. No puede ser que haya regateos, subastas, trapicheos y zancadillas entre comunidades autónomas por las mascarillas, los respiradores o lo que sea que haga falta. No puede ser que una señora o señorita muy echá p’alante y muy mandona, pero de luces muy limitadas, que tiene ahora mismo contrato temporal como presidenta de la Comunidad de Madrid, se ponga en jarras, como la tía Antonia de La verbena de la Paloma, y reclame a grito pelao su derecho a decidir cuándo y cómo vamos a pasar de fase de “desescalada” epidémica los vecinos de esta ciudad, como si supiese de lo que habla, como si nuestra vida fuese suya. Todo eso no puede ser. El sistema de salud (se está demostrando al precio de 60.000 muertos) tiene que estar, si no unificado (que yo creo que sería lo más eficaz) al menos impecablemente coordinado. Alemania es un Estado federal que ha funcionado como un reloj, en el aspecto sanitario, desde que estalló la pandemia. Con 83 millones de habitantes, casi el doble que nosotros, llevan 57.000 muertos, menos que nosotros. Claro que la maravillosa ventaja de Alemania es que está llena de alemanes, caramba, que son gente muy mayoritariamente disciplinada, responsable y con ideas muy claras sobre la solidaridad y el compromiso ciudadano de todos con todos… Compara las cifras con Italia, Francia y desde luego España, países en los que a pesar de todo se han hecho las cosas, reconozcámoslo, mucho mejor de lo que en principio cabía esperar…


Pero mira la “conversación política”, que quizá dirías tú, sobre este desastre. En Alemania no hay discusiones: se deja trabajar a los expertos, a los sanitarios y al Gobierno, y se les ayuda en lo que se puede. En Francia y en el Reino Unido ha habido más problemas de orden público por culpa del asesinato de George Floyd en Estados Unidos que por controversias sobre la gestión de la pandemia. En Italia, el repugnante Matteo Mussalvini logró hace meses sacar a la calle a unos miles de personas para poner verde al gobierno de Conte, que ha tenido durante este tiempo el apoyo inmensamente mayoritario de toda la población…



¿Y por qué lo ha hecho? Para seguir los pasos de un personaje tan siniestro como nuestro carpetovetónico y torvo Abascal, y como nuestra derecha presuntamente civilizada, que llevan semanas utilizando a los enfermos y a los muertos como munición para sus arterías políticas, estrictamente políticas, de desgastar al Gobierno. Se han propuesto encabronarnos a todos. Otra cosa es que lo consigan, pero lo están intentando (ellos y su Prensa) a conciencia. Usan una enfermedad que nos amenaza a todos no para propiciar la

unidad y la solidaridad entre los ciudadanos con el objetivo común de vencerla, sino para todo lo contrario. Para dividir a la gente, para azuzarla, para provocar en ellos el desánimo y la indignación; que es, de lejos, lo peor que nos podía pasar durante el confinamiento. Y todo por sus cálculos y sus intereses partidistas. Hace años que yo no veía nada más miserable.



¿Y a esta gente le vas a pedir que apoyen un modelo de Estado federal, por más razonable y lógico que sea, por más que lo único que le falte ya a nuestro país sea llamarlo así, federal? Nuestra derecha (de los neofranquistas ya ni hablamos) sigue sintiendo escozor en las asentaderas cuando se le habla de restituir su dignidad y su tumba a los asesinados de la guerra civil que siguen en las cunetas, ¿y les vas a pedir que acepten un modelo federal? Los neofranquistas, que han logrado la enorme pero ilusoria cifra de 52 diputados aprovechando (y atizando) la indignación de muchísimos ciudadanos hacia el secesionismo catalán, ¿van a estar de acuerdo con un Estado federal, que para ellos es una cosa de rojos y separatistas?



Como le hace decir Cervantes a don Quijote, “eso es pensar en lo escusado”. Si me permites la broma: quizá si se les explicase que con un Estado federal ellos podrían robar más y mejor, pues es posible que se les pudiera convencer. Pero es que eso ya lo saben: mira tú el saqueo sistemático de las arcas públicas en Valencia, en Madrid, en Baleares… Y sí, también en Andalucía, que la codicia no hace distingos entre ideologías: “Madre, yo al oro me humillo, / él es mi amante y mi amado / pues, de puro enamorado, / de contino anda amarillo…”.


No me resisto a leerte este párrafo magistral de García Márquez en el que se habla de federalismo. Es del capítulo 5 de Cien años de soledad. Dice:


“Como Aureliano [Buendía] tenía en esa época nociones muy confusas sobre las diferencias entre conservadores y liberales, su suegro le daba lecciones esquemáticas. Los liberales, le decía, eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios, propugnaban la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas”.



Suena a caricatura, ¿verdad? Pues ojalá lo sea.


14.- Te veo melodramático en tu pesimismo, pero no te voy a seguir por ese camino, y me voy a poner templado y clásico citando Ortega y Gasset que dejó escrito, —en tiempos de verdad terríbles— en el prólogo para su obra en versión francesa de La rebelión de las masas, publicada en mayo de 1937, un pensamiento que me parece esclarecedor: Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral... ¿Cómo llevamos en España esta hemipléjica condición? ¿Es grave?


No, no es grave, es antigua. Cuando Ortega escribió aquello, la izquierda estaba simbolizada esencialmente por Stalin, que propugnaba un sistema dictatorial totalitario y eso todo el mundo lo sabía, Ortega el primero. Y la derecha española, que había tenido su luz y su guía durante unos años en José María Gil Robles, al que le faltaban seis centímetros para ser un totalitario como la copa de un pino, se había puesto al servicio de Franco, al que no le faltaba ningún centímetro porque estaba en plena guerra… Era la época del auge de los fascismos y del comunismo, que entonces parecían muy modernos y grandes avances ideológicos, sobre todo el primero. Pero eran dos sistemas totalitarios que pretendían “superar” (eufemismo por “acabar con”) la democracia parlamentaria, gravísimamente herida en la mayor parte de Europa por la devastación que produjo la Gran Depresión de 1929. En ese contexto veo yo la frase de Ortega. Ante semejante alternativa, un moderado como él, un ilustrado, no podía sino negarse a elegir y despreciar ambas opciones.


Ochenta y cuatro años después, los términos izquierda y derecha significan cosas totalmente distintas. Les ha pasado lo que a la palabra “liberal”, que durante más de cien años fue casi un sinónimo de progresista y hoy quiere decir exactamente lo contrario… Anda, que el día en que alguien le diga a Esperanza Aguirre, tan de misa de doce ella y a la vez tan “ultraliberal”, que varios papas (Gregorio XVI, Pío IX, León XIII) condenaron el liberalismo como un pecado de los más gordos, le da un sofoco…



Sería dificilísimo resumir con brevedad lo que hoy quieren decir los dos términos, izquierda y derecha, pero yo estoy convencido de que en ellos hay una implicación, ante todo, ética. El mundo está partido en dos trozos absolutamente desiguales. Ya no son el “mundo comunista” y el “mundo capitalista”, como hasta los 90, pero lo que hoy nos pasa tiene su embrión en la histórica reunión de Bretton Woods, en 1944, y triunfa con la victoria del trío formado por Reagan, Thatcher y Wojtyla: el colapso de la Unión Soviética y la conversión de China, gracias a Den Xiaoping, en una dictadura capitalista pintada de rojo por fuera.

Si lees a Clemente Herrero Fabregat, catedrático emérito de la Universidad de Valencia, verás que el nuevo mundo (que ya está aquí, no es ninguna profecía) se divide entre una minoría opulenta, que maneja todos los recursos financieros de la mayor parte del planeta, y el resto de los seres humanos y/o países, deliberadamente condenados al subdesarrollo (moderado o severo pero preferiblemente moderado, que es el antídoto de las sublevaciones populares), a la generación de materias primas o al sector servicios, que es el caso de España con el turismo. Pero ese diseño ya no tiene que ver tanto con fronteras nacionales (que era la característica de la geopolítica que podemos llamar ya “tradicional”) como con condiciones sociales, educativas, laborales y de oportunidades. El crecimiento constante de la desigualdad social, que aumentaría de inmediato la impermeabilidad entre las diferentes clases si esa impermeabilidad no estuviese perfectamente prevista y no fuese claramente estimulada, es un fruto calculado de ese diseño: está pensado así e irá a peor hasta que, una de dos: o reventará todo con una revolución mundial, una especie de meteorito social cada vez más impensable porque en los lugares “calientes” habrá muchísimos pobres, pero no demasiados hambrientos, o esa situación de desigualdad se volverá definitiva e irreversible. Que es de lo que se trata.



A los países no se les controla ya (o cada vez es menos necesario, por lo caro que es) con divisiones acorazadas, se les controla con la economía globalizada. Con las nuevas tecnologías de la comunicación y de manipulación de masas, la democracia tal y como la conocemos se convertirá en una ficción, en una ceremonia hueca, porque en los lugares esenciales la gente votará lo que esté previsto que vote (ya está sucediendo, como decíamos antes) y, en el caso de que aparezcan aquí o allá gobiernos presuntamente revolucionarios o díscolos, se les constriñe la zona escrotal con la financiación y/o con la deuda, y no tardan en calmarse: eso fue exactamente lo que ocurrió en Grecia con Syriza y Alexis Tsipras, por poner un ejemplo entre varios más.



Ese diseño neoliberal, cuyo fruto más llamativo es ahora mismo el progreso de la extrema derecha populista (Trump, Johnson, Bolsonaro, Orbán, Salvini, Putin et alii) se reclama superador de los conceptos de izquierda y derecha, pero el término “superar” vuelve a ser ahí un eufemismo atroz: es la derecha pura y dura, la derecha que entiende que las relaciones entre los seres humanos (e incluso las relaciones humanas) deben regirse por las leyes naturales de la supervivencia de los más aptos, o de los más fuertes, pasando por encima de todos los demás; si le quitas el componente racial y antisemita, eso es en buena medida lo que sostenía Hitler. Ahora tenemos a esa derecha que parece haber inventado, al fin, una forma de no perder jamás el poder, el control de la situación que, como te digo, ya no tiene que ver con las fronteras políticas de toda la vida (aunque se estimulan los nacionalismos: siempre tiene que haber un enemigo, idea consustancial a todo nacionalismo) sino con las fronteras sociales, laborales y desde luego educativas. Ahí entra en juego Roger Ailes. Ahí entra en juego Rupert Murdoch. Ahí entra en juego Berlusconi, con sus obras y sus pompas. Por eso yo no veo jamás Telecinco…



Esa derecha es capaz de salir perfectamente indemne de las peores catástrofes que ella misma provoca, como ocurrió con la crisis de 2008. Quienes repetíamos y repetíamos que aquello no era una crisis económica sino una crisis de valores teníamos toda la razón del mundo. Lo que pasa es que llegábamos veinticinco años tarde… ¿Cambió algo en la estructura socioeconómica del planeta después de aquel cataclismo que en España, por ejemplo, fue el pretexto para la devastadora reforma laboral de Rajoy? Absolutamente nada. Se pusieron cuatro parches y se sacrificaron siete u ocho cabezas en el “teocalli” del capitalismo salvaje, pero de ninguna manera se aumentaron seriamente los controles para evitar que aquello volviese a ocurrir. Y ahora sucederá lo mismo. Trump ha sido perfectamente capaz de aguantar cuatrocientos mil muertos por el virus en su país. Y al que no lo sea, se le cambia por otro títere parecido y a vivir, que tampoco pasa nada.



Lo importante, lo único importante, es que el control general de los mandos (primero económicos y subsiguientemente políticos) permanezca siempre en las manos correctas, algo que en un par de generaciones será prácticamente seguro e irreversible porque el abismo socio-educacional es cada vez mayor. ¿Cuánto cuesta hoy lograr un título académico de primer nivel en EE UU o en el Reino Unido? ¿Cuántos chicos brillantes, pero de “familia media”, están en disposición de hipotecarse no ya por unos años, como antes, sino para toda su vida si quieren obtener esa educación? Muy pocos, ¿verdad? Entonces, ¿quiénes se forman como futuros líderes? Pues los hijos de quienes pueden pagarlo. Es decir, estamos volviendo a las “dinastías” de privilegiados. ¿En cuánto aumentó el precio de la educación universitaria de calidad en España durante el gobierno de Rajoy? Eso es generar consciente, intencionadamente, la impermeabilidad social.



¿Qué efectos tuvo la terrorífica reforma laboral sobre la clase media española? Convertirla en media-baja, pero nunca en pobre de solemnidad, o en muy pocos casos. Aumenta la pobreza de muchísimos pero no demasiado, no lo bastante como para que salgan a la calle a quemar el Palacio de Invierno. Como pasa en Estados Unidos, en Gran Bretaña y también aquí, la vida de la clase media se deteriora pero no demasiado, no lo bastante como para transformarla en proletariado y para transmutar nuestro miedo y nuestra resignación en ira.



Estamos volviendo, en algún sentido, a la segunda mitad del XIX y a principios del XX, Javier, pero con las debidas correcciones para evitar otra revolución de octubre: con trabajos basura pero con móvil de última generación, sin esperanza en el futuro… y sin un ansia colectiva por cambiarlo. Venimos de un mundo mejor para todos y, sencillamente, nos ponemos a esperar a que escampe. O ni siquiera eso porque por todas partes nos llega, machacona, repetida, feroz pero amablemente, el mismo mensaje: no hay alternativa, no se puede hacer nada, es lo que hay y hay que tratar de aprovecharlo. ¿Cómo? Ah, pues eso ya no está tan claro… El resultado es que los jóvenes de hoy están, por así decir, angustiados, porque ya saben que van a vivir peor que sus padres, pero suficientemente entretenidos. Tienen ya la conciencia, o al menos la clara percepción, de que las reglas del juego con las que son y que no cambiarán nunca, hagan ellos lo que hagan. Y hay que decir que no les falta razón, al menos según yo lo veo.



¿Y qué es hoy la izquierda? Desde luego no es China, ni Corea del Norte, ni Cuba, ni ningún otro exotismo por el estilo. La izquierda de hoy, y te hablo en términos generales y no de casos concretos sin duda más radicales, tiene que tener un componente eminentemente ético. La izquierda es la que se rebela contra esa partida amañada que te acabo de describir, en la que el resultado es casi inevitable porque todas las cartas están marcadas. La izquierda, tal y como yo la entiendo hoy, es el humanismo, el estudio, la formación personal, la solidaridad, el cuidado del medio natural (que el neoliberalismo sacrifica sin el menor dolor de corazón, lo mismo que la URSS sacrificó el mar de Aral en aras del “bienestar del proletariado”; piensan que el planeta, o se arregla él solo, o no hace tanta falta arreglarlo para que ellos vivan estupendamente). La izquierda es hoy, en mi opinión, el librepensamiento, la preparación, el activismo solidario, la responsabilidad ciudadana, la voluntad de recuperar la salud de la democracia y, sobre todo y ante todo, la honestidad.

Los que roban son los otros, que tienen ya costumbre, como los españoles sabemos bien. Los que tratan de detentar el poder a todo trance son los otros. Los que se comportan como si les hubiesen atracado en un callejón cuando pierden las elecciones son los otros. Los que tienen formadas redes clientelares de estómagos agradecidos, al estilo de los caciques del XIX, son los otros.



Por eso es tan dañino, tan peligroso, que aparezcan casos de corrupción como el de los ERE de Andalucía y algún otro. Por eso es tan dañino que en la izquierda aparezcan casos de Monederos avenezolanados, que a este hombre le pasa lo que a Rufián: que no tiene un apellido, tiene una definición. Estos casos hacen más daño a la izquierda, al concepto de izquierda, que los cuatrocientos y pico casos de corrupción de la derecha, porque en realidad la gente ya sabe que muchísima gente de la derecha, sobre todo los que tocan poder, son una cuadrilla de ladrones, o al menos se comportan como tales, que para el caso es lo mismo. Y todavía en España sigue existiendo (quizá eso sí cambie algo tras la pandemia: sería lo único, pero sería bastante) esa idea de que los ladrones que nos roban a todos no son unos delincuentes odiosos, sino más bien unos listos, unos avispados; y que cualquiera de nosotros, si pudiese, haría otro tanto, pero sin dejarse pillar. Javier, este sigue siendo el país al que le cayeron tan simpáticos el Dioni y Jesús Gil y hasta Ruiz-Mateos.



Así que yo, hoy, no le daría la razón a Ortega. Hoy no es lo mismo, éticamente, ser de derechas que ser de izquierdas. Ya no es una hemiplejia moral. Tengo muchos amigos de derechas, y les quiero y les respeto muchísimo, pero quizá es porque siguen pensando que la derecha aún es, reacciona y se comporta como hace al menos veinte años, lo cual no es verdad. O porque les gusta mucho menos cierta izquierda, ciertos comportamientos de izquierda que son abundantísimos en esos partidos, como la elevación de la traición a los compañeros y de la puñalá trapera a la categoría ética de encomiable, ejemplar y algo digno de imitación. A mí eso me repugna.


Pero junto a la frase de Ortega te pongo esta, también de García Márquez en Cien años de soledad. Es muy próxima a la anterior. Se acaban de celebrar elecciones municipales en Macondo y Aureliano Buendía, que es todavía un muchacho, acaba de ver con sus ojos cómo el alcalde conservador, que es además su suegro, abre la urna y cambia los votos a los liberales por votos a los conservadores. Y cuando le preguntan qué es él, si lo uno o lo otro, el cada vez menos confuso Aureliano responde con una frase definitiva: “Si hay que ser algo, sería liberal, porque los conservadores son unos tramposos”.



Gracias Luis, por tu tiempo, tu palabra, y la sinceridad de tus opiniones.Quizá no esté de acuerdo con todo lo que has dicho, pero todo me ha parecido iluminador y digno de ser escuchado con atención. Y a fin de cuentas estamos hechos de aquellas cosas a las que prestamos atención.








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