Por Andrés Ortiz-Osés
No solemos ser nosotros mismos sino adulterados e instrumentalizados, alienados o enajenados por los demás, al servicio de patrias y estados, iglesias y jerarquías, firmas y negocios, grupos y medios. Todos repitiendo las mismas monsergas y consignas, inscritos en un partido u otro, víctimas y fautores de ideologías en conserva. Somos el que no somos pero nos gustaría serlo, nos falta libertad y autonomía, autoafirmación creativa, independencia. No sabemos ser nosotros mismos.
Mas deberíamos ser nosotros mismos, más auténticos y nuestros aunque abiertos. El lema clásico de Píndaro es llegar a ser el que eres, ser uno mismo, tener intimidad y conciencia propia, aunque apropiada al contexto. Ser uno mismo es una virtud y una beatitud o felicidad, una potencia que aporta a uno mismo y al otro interioridad y originalidad, creatividad y audacia, autorealización que fecunda al otro, como ocurre paradigmáticamente en el amor. En el amor ejercemos nuestra identidad diferida, pues la donamos al otro/otra, convirtiendo así el Don o señorío en don o donación recíprocos.
Y es que el sentido oculto o soterrado de nuestra existencia está en hacerse un alma en medio de este mundo desalmado, ahuecando el cuerpo material para que reciba la impronta o huecograbado del espíritu y lo espiritual. Ello se realiza virtualmente a través de la cultura en cuanto enculturación de la mera naturaleza, pero culmina en el amor interhumano. El hombre pasa de homínido a humano por el amor, el cual crea el alma y lo anímico caracterizado por una interioridad consagrada al otro. Aquí radica nuestra intimidad más profunda, en el paso de lo real material o entitativo a la surrealidad cultural, simbólica o espiritual, en el traspaso del mero deseo libidinal o animalesco al afecto o afección mutua.
Ser uno mismo es pues habitar la intimidad de un alma, cohabitada por el propio duende interior y su luz entreverada. En este contexto vender el alma significa opuestamente la pérdida de la propia mismidad y la reconversión del duende abierto al otro en la cerrazón de una figura diablesca que nos encierra o cierra el paso. Vendemos el alma y su mismidad personal (ipseidad) en nombre del cuerpo y sus corporaciones impersonales e instrumentales. El alma queda entonces reducida a cuerpo y el amor a posesión, el duende que trasciende el mero realismo de lo real queda reducido en su libertad a crasa necesidad. La consecuencia es la pérdida de nuestra singularidad única, y la compraventa consecuente del alma desvencijada. Por eso el diablo clásico -Mefisto- exige del alma humana que reniegue del amor como de algo puramente fantasmagórico o celeste, angélico o divino.
Así que la auténtica cultura o cultivo del alma lo es del amor, el cual no es mero deseo sino afecto o afección. Se trata entonces de llegar a ser uno mismo, aunque abierto al otro y su otredad sanadora y salvadora. Ahora bien, la reducción del alma espiritual a cuerpo material es propia de nuestra cultura inculta y reduccionista. Le falta o falla el fuego interior que, como decía La Boétie, quema e ilumina a un tiempo nuestras carnes tumefactas. Pero en nuestra incultura ya no queda la quema sublimadora y trasfiguradora sino el resquemor, cuya luz es de un verdoso vidriado y vidrioso, como en el Bosco. Por todo ello se trataría de llegar a ser el que somos a través de un acrisolamiento del sentido íntimo, simbolizado por la luz violeta o violácea del alma y lo anímico.
En la distancia íntima cada uno somos únicos. Esta especificidad es un tesoro que debe ser preservado y comunicado al otro para el común enriquecimiento interpersonal de nuestra especie, amenazada hoy por su global expansión flotante y abstractoide.
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